campiña ecijana

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viernes, 2 de diciembre de 2016

Recuerdos con mi tío


Arroyo  de  Benavides.


 

          En cuanto bajan algo  las temperaturas anda uno el día encogido, no sabes dónde meterte ni que trapos echarte encima y te acuerdas  del verano…   aunque los verdaderos estíos fueron aquellos que cuando chico vivimos algunos allá por las tierras de  Écija: “La sartén de Andalucía”, exenta de todo tipo de modernidades, sin neveras, ventiladores ni  aparatos de “aires” y donde la calor fue siempre compañera infatigable de sus largos veranos y que a  muchos nos haría refractarios en nuestra crianza. A mí la calor en abundancia me molesta, pero el frio no lo sé llevar…   me acuerdo  de algunas fechas calurosas entre la carretera de Osuna y Los Gallardos, todo el arroyo de Benavides con las cabras…

          Ahuyentando asombradas cogujadas por mitad del rastrojo corrían cochinos,   hasta perderse confundidos entre  las  pequeñas barrancas y  matojos  del arroyo, el porquero dando voces y a chiflidos a duras penas gobernaba a los verracos,  entretanto,  parsimonioso y fulgurante un sol que achicharraba por el cielo discurría y un revuelo de perdigones, que más que volar, entre eneldos correteaban cuando al paso nos salían; el perro, animoso y juguetón, saltaba, se entusiasmaba  y los perseguía; aguilillas o cernícalos detenidos en su vuelo, haciendo cerco planeaban ojo avizor y en vertical, a la espera de su presa; mi tío,  resguardado bajo su vitalicia gorra campera, con los brazos en cruz echados sobre el garrote que a lo ancho de los hombros apoyaba,  cual gastador o guía, iba delante  de un  puñado  de cabras y yo, envuelto en la piara  vigilaba  la linde, buscaba nidos y mirando cuanto se movía del invento de la vida hacía mi entretenimiento; mientras, el sol seguía su tarea y apretaba de lo lindo dejando en el aire  chiribitas como pequeñas serpentinas encendidas.

           Que husmeara el perro inquieto e incansable era una constante y  siguiendo rastros de otras vidas en circulación se inventaba sus juegos; de paso  como  resortes verdosos y pardos hacía saltar cigarrones sin itinerarios  previsto;  las cabras ramoneaban y, como nosotros, la vida seguía su curso a la búsqueda de un mañana para repetir  poco más o menos lo mismo. 

           Al otro lado del  arroyo, seco y casi polvoriento  por aquellas calores del  estío, sobre una pequeña planicie se levantaban los vetustos y encalados muros del cortijo, amarrado a una pequeña estaca un aburrido perro nos observaba parapetado del sol bajo una pequeña estancia de tarajes y taramas, de la que  entraba y salía diligente de vez en cuando y nos ladraba a modo de telegrama mandando noticias de su existencia;  algunas gallinas merodeaban escarbando y picoteando  el terreno  y  junto a la puerta del cortijo, discurría paralelo a los blancos tapiales  un largo cordel  apuntalado con dos garrotes retorcidos, donde la mujer del  aperaor  con suma destreza  fijaba los alfileres que sujetaban la ropa  tendida.     

           Con asiento preferente en aquella platea del teatro de la existencia, los brazos apoyados en el pretil con el infantil ansia de acercarme aún más  de lo que ya estaba al escenario que la naturaleza  ofrecía ante mí,  sin doblajes ni censuras: la belleza  de todo cuanto me rodeaba, amenizado por la disciplina impuesta de aquel  sol que nos alumbraba y daba en definitiva la veracidad y  grandeza de los hechos allí representados.     

          ¡Benavides  qué calores!  Veranos de mi niñez que nunca se me olvidaron y donde la ilusión y la fe en el devenir, suplían las duras horas de sol, la poca agua o ninguna y la resistencia o puesta a prueba  hasta niveles que Dios sabrá…    ojos de aquella edad que vieron tan dura vida, la que a fuerza  de voluntades y conformismo por la confianza  puesta en tus mayores que así te lo inculcaban y que  a estas alturas pasa uno revista de vez en cuando sin salir del asombro.

Montero Bermudo.

S. Juan Despí, en momentos quizás más duros que aquellos, 2.016

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