campiña ecijana

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domingo, 5 de junio de 2016

Recuerdos de Arnedo (1)


ARNEDO  en el recuerdo,  mi primer viaje.

 

            Al final, puse el intermitente hacia la derecha y me detuve  en una explanadita junto a la carretera,  allí, junto a unos montoncitos de grava de las obras de dicha vía,  me eché contra el respaldo del  asiento dispuesto a dar una cabezadita. Había salido de casa por la tarde después de dar de mano en el trabajo y ya eran alrededor de las cinco de la madrugada; llevaba rato dándome restregones en la nuca y haciendo posturitas ante el volante, el día de trabajo y los cuatrocientos cincuenta Km. de aquellas carreteras de entonces pasaban factura, estaba cansado de viaje y muerto de sueño.

          Me encontraba a tiro de piedra de Arnedo. Por la carretera de Logroño, la que cogiera  en Zaragoza,  había llegado hasta Rincón de Soto, cerquita de   Calahorra y de ahí,  por Aldeanueva de Ebro hasta Autol, la del Picuezo y la Picueza, esculturas naturales esculpidas por la erosión del agua y el viento a través de los siglos, dos figuras geológicas con las que uno se encuentra  a orillas de ese Cidacos algo responsable ¡Cómo no! de su cincelado y que son de obligada referencia cuando se nombra Autol   ¡Qué buenos espárragos,  alcachofas, pimientos y champiñones!  Archiconocida huerta  que riega ese hermoso rio cuyo nombre suena  bonito hasta en los botes de conservas.

          Continuando el camino y ahora ya siguiendo la margen izquierda del rio hasta Quel, tan precioso y bello lugar como poco conocido, enclavado al abrigo de esa gran  Peña que  resguarda a los lugareños del molestoso cierzo del Valle del Ebro y desde el que se divisa y disfruta  la  impresionante panorámica de todo el valle.

           A la vista pues  de la inconfundible silueta del cerro del Castillo, la que  emergiendo entre la noche  por encima del caserío con algo de timidez y solo definida, eso sí, por un sembrado de  lucecitas que a modo de “nacimiento” adornaban el casco urbano y  que como  “banderolas de  meta” salían a mi encuentro en un recibimiento a solas pero cargado de expectación, emociones y curiosidad. En  ese  cruce de calzadas romanas, me encontraba, ahí haría parada y fonda en esta ocasión, en otra lo seguiría en busca del más que interesante románico soriano…     el camino sigue   en dirección a la celtíbera  Numancia, aquella que Publio Cornelio Emiliano El Africano, después de  un año más bien largo de  férreo  cerco convirtiera en leyenda allá por el  verano del año 133 a. C. cuando los valerosos numantinos, carentes ya de todo tipo de provisiones,  desesperados por el hambre y las enfermedades, prefirieron prender la ciudad antes de entregarla a los romanos…    pero bueno esto forma parte de otra  historia.  

         Repuesto algo, me incorporé de nuevo y aún  me adelanté a la luz del día para entrar en la ciudad,  todavía  era de noche y antes de buscar donde dejar el coche y echar pie a tierra la crucé por su vía principal que era la misma que traía. Una vez pasado la antigua plaza de toros,  a la salida ya por la otra parte de la población, en un pequeño repecho di la vuelta y me detuve nuevamente al margen del camino, ahí me entretuve echando un vistazo y comprobé las dimensiones del caserío; el horizonte empezó a dar señales de su existencia y el cielo comenzó a tomar los primeros atisbos de color, dando aviso de que el día llegaba. Yo cogí la libreta y una cajita de lápices de colores a la cera disponiéndome a tomar nota de las primeras impresiones del momento, hice un pequeño apunte de aquel amanecer, me relajé, recogí “herramientas” y volví hacia el pueblo. Me dirigí hacia lo que me pareció más céntrico y busqué un sitio adecuado al vehículo y una vez soltado lastre me encaminé a un bar que me pareció ambientado de gente que tomaba su primer café.

           ¡Buenos días!...    ¡Buenos días!  Respondieron algunos, me arrimé al mostrador y pedí café con leche, una vez situado le pregunté a uno de los parroquianos por la calle Gonzalo de Berceo, que era la dirección donde me dirigía. Era la primera vez que llegaba allí y no conocía nada ni a nadie, salvo a la familia que iba a visitar. Estaba cerca, en poblaciones de estas dimensiones todo está al lado, cuando creí prudente salí del lugar, comprobé las indicaciones que me dieron y como me pareció pronto para despertar a los amigos me encaminé con intención de callejear y recrearme.  

          De esto hace ya algunos años, o un montón, porque el tiempo va que se las pela y uno no se da cuenta, pero fue tan grata la impresión que me causó todo aquel encuentro con la “Ciudad del calzado”,  que no he olvidado ni un ápice de la experiencia  enriquecedora que me aportara el contacto  con gente y tierra tan especial. A esta seguirían otras tantas  visitas y estancias y del conjunto de ellas quedaría para siempre en el recuerdo el especial trato con el que fui obsequiado. Tengo infinidad de anécdotas en el recuerdo y cualquiera de ellas valdría para hacer un retrato de “las maneras” de estos riojanos. Sería por tanto de justicia por mi parte reconocerlo, como lo hago,  porque es de bien nacido el ser agradecido.

          Hasta que me pareció prudente llamar a la puerta de mis amigos Elvira y Julio que eran quienes me convidaban, deambulé por las calles de la Ciudad disfrutando de un precioso amanecer y viendo como poco a poco todo se despertaba. Recuerdo como curiosidad y quizás fuera la “tarjeta de visita” de esta tierra riojana, ver perros por muchas casas y sueltos por las calles, pero no me ladró ninguno…    por esta ocasión tomé contacto con la población y los alrededores; vi bastante interesante el lugar y volvería al año siguiente cargado de lienzos y pinturas. Dejaría apalabrado estancia en “La Casa del Cura”, una huerta a las afueras de Arnedo, amurallada y llena de árboles frutales, pimientos, espárragos, tomates, viñas, pinos…   y un venero donde manaba un agua fresquita y buena que daba al lugar categoría de Edén. Cuesta trabajo pensar que se diera otro sitio mejor para estar, pero nadie me lo contó, lo viví yo con mis niños, mi compañera y “mi arte”.

          Durante unas tres semanas pinté y retraté la huerta y sus alrededores, desde el amanecer y algunos días antes, hasta la puesta de sol, junto a mi caballete y ambientado de vez en cuando por mis niños que  se acercaban a verme o “ayudarme” pasé quizás una de las fechas más bonitas y felices que viví nunca y con todo lo que hice se montaría una exposición en la Sala  Parroquial de Santo Tomás  (de esto se encargó mi amigo Julio, al que no olvido) y de lo hecho solo me quedan los recuerdos.

          Más adelante volvería observando y peleando con mis pinceles  por:  el Monasterio de Vico, Munilla, Arnedillo, “El Carrascal”, Turruncún, Herce, Enciso, Muro de Aguas, Yanguas, Quel, Autol…

          Seguiré, esto no queda así.

Montero Bermudo.  Junio de 2.016

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