ARNEDO
en el recuerdo, mi primer viaje.
Al final,
puse el intermitente hacia la derecha y me detuve en una explanadita junto a la carretera, allí, junto a unos montoncitos de grava de
las obras de dicha vía, me eché contra
el respaldo del asiento dispuesto a dar
una cabezadita. Había salido de casa por la tarde después de dar de mano en el
trabajo y ya eran alrededor de las cinco de la madrugada; llevaba rato dándome
restregones en la nuca y haciendo posturitas ante el volante, el día de trabajo
y los cuatrocientos cincuenta Km. de aquellas carreteras de entonces pasaban
factura, estaba cansado de viaje y muerto de sueño.
Me encontraba a tiro de piedra de
Arnedo. Por la carretera de Logroño, la que cogiera en Zaragoza, había llegado hasta Rincón de Soto, cerquita
de Calahorra y de ahí, por Aldeanueva de Ebro hasta Autol, la del
Picuezo y la Picueza, esculturas naturales esculpidas por la erosión del agua y
el viento a través de los siglos, dos figuras geológicas con las que uno se
encuentra a orillas de ese Cidacos algo
responsable ¡Cómo no! de su cincelado y que son de obligada referencia cuando
se nombra Autol ¡Qué buenos espárragos, alcachofas, pimientos y champiñones! Archiconocida huerta que riega ese hermoso rio cuyo nombre suena bonito hasta en los botes de conservas.
Continuando el camino y ahora ya
siguiendo la margen izquierda del rio hasta Quel, tan precioso y bello lugar
como poco conocido, enclavado al abrigo de esa gran Peña que
resguarda a los lugareños del molestoso cierzo del Valle del Ebro y
desde el que se divisa y disfruta
la impresionante panorámica de
todo el valle.
A la vista pues de la inconfundible silueta del cerro del
Castillo, la que emergiendo entre la
noche por encima del caserío con algo de
timidez y solo definida, eso sí, por un sembrado de lucecitas que a modo de “nacimiento” adornaban
el casco urbano y que como “banderolas de meta” salían a mi encuentro en un recibimiento
a solas pero cargado de expectación, emociones y curiosidad. En ese cruce de calzadas romanas, me encontraba, ahí
haría parada y fonda en esta ocasión, en otra lo seguiría en busca del más que
interesante románico soriano… el
camino sigue en dirección a la celtíbera Numancia, aquella que Publio Cornelio Emiliano
El Africano, después de un año más bien
largo de férreo cerco convirtiera en leyenda allá por el verano del año 133 a. C. cuando los valerosos
numantinos, carentes ya de todo tipo de provisiones, desesperados por el hambre y las enfermedades,
prefirieron prender la ciudad antes de entregarla a los romanos… pero
bueno esto forma parte de otra historia.
Repuesto algo, me incorporé de nuevo y
aún me adelanté a la luz del día para
entrar en la ciudad, todavía era de noche y antes de buscar donde dejar el
coche y echar pie a tierra la crucé por su vía principal que era la misma que
traía. Una vez pasado la antigua plaza de toros, a la salida ya por la otra parte de la
población, en un pequeño repecho di la vuelta y me detuve nuevamente al margen
del camino, ahí me entretuve echando un vistazo y comprobé las dimensiones del
caserío; el horizonte empezó a dar señales de su existencia y el cielo comenzó
a tomar los primeros atisbos de color, dando aviso de que el día llegaba. Yo
cogí la libreta y una cajita de lápices de colores a la cera disponiéndome a
tomar nota de las primeras impresiones del momento, hice un pequeño apunte de
aquel amanecer, me relajé, recogí “herramientas” y volví hacia el pueblo. Me
dirigí hacia lo que me pareció más céntrico y busqué un sitio adecuado al
vehículo y una vez soltado lastre me encaminé a un bar que me pareció
ambientado de gente que tomaba su primer café.
¡Buenos días!... ¡Buenos días! Respondieron algunos, me arrimé al mostrador
y pedí café con leche, una vez situado le pregunté a uno de los parroquianos
por la calle Gonzalo de Berceo, que era la dirección donde me dirigía. Era la
primera vez que llegaba allí y no conocía nada ni a nadie, salvo a la familia
que iba a visitar. Estaba cerca, en poblaciones de estas dimensiones todo está
al lado, cuando creí prudente salí del lugar, comprobé las indicaciones que me
dieron y como me pareció pronto para despertar a los amigos me encaminé con intención
de callejear y recrearme.
De esto hace ya algunos años, o un
montón, porque el tiempo va que se las pela y uno no se da cuenta, pero fue tan
grata la impresión que me causó todo aquel encuentro con la “Ciudad del
calzado”, que no he olvidado ni un ápice
de la experiencia enriquecedora que me
aportara el contacto con gente y tierra
tan especial. A esta seguirían otras tantas
visitas y estancias y del conjunto de ellas quedaría para siempre en el
recuerdo el especial trato con el que fui obsequiado. Tengo infinidad de
anécdotas en el recuerdo y cualquiera de ellas valdría para hacer un retrato de
“las maneras” de estos riojanos. Sería por tanto de justicia por mi parte
reconocerlo, como lo hago, porque es de
bien nacido el ser agradecido.
Hasta que me pareció prudente llamar
a la puerta de mis amigos Elvira y Julio que eran quienes me convidaban,
deambulé por las calles de la Ciudad disfrutando de un precioso amanecer y
viendo como poco a poco todo se despertaba. Recuerdo como curiosidad y quizás
fuera la “tarjeta de visita” de esta tierra riojana, ver perros por muchas
casas y sueltos por las calles, pero no me ladró ninguno… por esta ocasión tomé contacto con la
población y los alrededores; vi bastante interesante el lugar y volvería al año
siguiente cargado de lienzos y pinturas. Dejaría apalabrado estancia en “La
Casa del Cura”, una huerta a las afueras de Arnedo, amurallada y llena de
árboles frutales, pimientos, espárragos, tomates, viñas, pinos… y un venero donde manaba un agua fresquita y
buena que daba al lugar categoría de Edén. Cuesta trabajo pensar que se diera
otro sitio mejor para estar, pero nadie me lo contó, lo viví yo con mis niños,
mi compañera y “mi arte”.
Durante unas tres semanas pinté y
retraté la huerta y sus alrededores, desde el amanecer y algunos días antes,
hasta la puesta de sol, junto a mi caballete y ambientado de vez en cuando por
mis niños que se acercaban a verme o
“ayudarme” pasé quizás una de las fechas más bonitas y felices que viví nunca y
con todo lo que hice se montaría una exposición en la Sala Parroquial de Santo Tomás (de esto se encargó mi amigo Julio, al que no
olvido) y de lo hecho solo me quedan los recuerdos.
Más adelante volvería observando y
peleando con mis pinceles por: el Monasterio de Vico, Munilla, Arnedillo, “El
Carrascal”, Turruncún, Herce, Enciso, Muro de Aguas, Yanguas, Quel, Autol…
Seguiré, esto no queda así.
Montero Bermudo. Junio de 2.016
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