El paseo con mis
perros.
El nuevo día y el “Circo” de la
calle me esperaba ver llegar con la
cuadriga a lo “Ben Hur”, aquel príncipe que en su venganza diera castigo
doblegando con su victoria en la más célebre carrera del séptimo arte al Mesala, viejo jefe militar con el que se las tenía
prometida.
Cuando todavía por la hora las gradas
andaban vacías de público alguno, en
tropel bajamos como a diario por las escaleras…. Con los collares puestos y las
correas tirantes saltando escalones de
dos en dos, no aludiendo a la elegancia de Charlton Hestón, no era posible, más
luchando por mantener la compostura siquiera hasta llegar a la puerta… que se mean, que se mean, vamos, vamos … Puede
que suene a broma pero es tan real como lo cuento.
Hoy llevaba a los dos perritos a: Lola y su
hermano Selu que estos días anda también en casa; en la suya, porque ésta en cierta manera es tan de él como de los
demás, aquí llegó primero y además de
vez en cuando nos lo traen y porque él lo sabe que esto es así.
Tempranito que las obligaciones
laborales lo requieren, era de noche aún y al abrir la puerta a la acera un
ligero y fresco vientecito nos dio el saludo de buenos días y que fue como un
zarandeo o pequeño cachete en el cogote para quitarnos el sueño, el que llegando a la esquina se tornaría en racheado,
algo más fuerte y más fresco, no
molesto pero si de obligado encogimiento de cuello, hasta clavar la barbilla sobre
la cadenita de la medalla que cuelga sobre el pecho, dejando asomar como dos
medias galletas pinchadas en un bizcocho las puntas de las orejas por encima del cuello
de la chaqueta. Ellos resoplaban y saltaban tirando de mí, pues el ritmo del
paseo en esos momentos demandaba algo de “meneo” por aquello de la temperatura a la que hago referencia.
La aurora con sus primeras luces
nos ofrecía un canto alegre y esperanzador y el fresquito airecillo de esa alba otoñal
además de llevarse el rocío depositado
sobre las plantas, nos traía el nuevo día
que no es poco. Las largas ramas de la arboleda se iban meciendo al
compás de la brisa y mientras al
final de donde alcanzaba la vista el
oscuro azul del cielo amainaba su color, con elegancia y cortesía se despedía la noche.
Los pajarillos aposentados en el
viejo ciprés que demarcaba la linde en el cruce del camino daban comienzo en su despertar con
un ruidoso pitear, cual orquesta sinfónica preparando y calentando instrumentos
antes del concierto; de unas y de otras
brancas del arbolado, a puñados bajan las hojas a las
que el continuado soplido de la
naturaleza convidaba y el suelo del camino iba quedando poblado
todo él de ese humus ocre tostado y amarillento que se iba descifrando
al mismo compás que la luz iba llegando. Las hojas se arremolinaban sobre
recodos del camino y a golpes de suaves rachas
iban formando pequeños almiares que a modo de mujeres en rebajas se movían… ahora aquí, ahora allá. Mis perritos, miraban
entretenidos y correteaban tras las
hojas por cogerlas, guerreando y dando
bocados aquí y allá como a la vida que eso es jugar (o tú o yo, parece que se decían) mientras
seguían cayendo otras tantas. Saltaban y miraban arriba y a mí y yo de un brinco los invitaba a no pisarlas ni desparramar lo que
ya por doquier nos encontrábamos al
retortero. “… Lola, Selu, saltarlas, yo
no le doy patadas ni las pisoteo, que
mira que bonitas son…” les decía
intentando transmitirles el gozo de verlos a ellos y a mí también, entregados e imbuidos en tal naturaleza y ellos queriendo imitarme brincaban sobre
ellas pisoteándolas... los animales, por mucho que uno pretenda, entienden lo
que les parece, pero a diferencia de los humanos, lo hacen sin maldad.
Montero
Bermudo, otoño de 2.015
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