(Dña. Rafalita Campoy
me dio largas.)
Me buscaron otra “miga” y esta fue en la calle Carreras, con Dña.
Valle, mujer de la que guardo un enternecedor y agradecido recuerdo, me enseñó a leer y escribir, mis padres le
pagaban una peseta diaria, que por lo que tenía que aguantar de mí, sería poco,
pero es que no había más. Allí continué con mis travesuras y de hacer palotes y palotes, pase a conocer
las primeras letras, mi primera
cartilla: mamá, papá, tomate, lechera…
como digo, allí empecé a desenvolverme en la lectura y en la escritura,
con mi desparpajo, la paciencia y
supongo el buen hacer de aquella mujer.
Por lo visto me costaba mantener compostura adecuada de
atención y demás a la clase y era imposible tenerme quieto en mi sitio: cuando
no estaba guerreando con otro, miraba
por la ventana o aprovechaba las idas al retrete que estaba en un pequeño
corral, para incordiar a unas pocas gallinas que tenía Dña. Valle; gastaba las
pocas de tizas que habían haciendo
garabatos en la pizarra, movía el “picón” del brasero que tenía la maestra en
la mesa camilla, mientras ella hacía
leer a otros niños, cosa que provocaba el sobresalto de la pobre mujer; montaba
un tren con todos los bancos en fila, aprovechando cuando ella marchaba a otras dependencias de la casa
a tomarse su leche con Eko, … en fin, el
mismo ritmo que con Rafalita pero “dándole gas”, cada vez más grande, más travieso y cada vez más malo.
Es un caso, pero no lo echo de
aquí por escucharlo leer… - así de esta guisa se
lamentaba Dña. Valle a las demás madres
comentándoles mi comportamiento -.
Y como era de esperar llegó la gota que colmó el vaso, ya no pudo más
la buena mujer y como Dña. Rafalita, me expulsó del colegio.
Cuando llegué a mi casa recuerdo que estaba mi madre cosiendo. ¿Qué
te pasa que bienes tan formalito y tan callado? ¿Qué
has hecho? “Náaa”, yo “ná” -esa
fue mi respuesta-. Casi sin separar la vista del trapo de la costura, solo hizo
un pequeño gesto con las cejas como si me mirara, al tiempo que me preguntaba
con la respuesta incluida ¿Qué te ha echado Dña. Valle? A mí no me digas nada, cuando venga tu padre se
lo cuentas a él. Pero, ¿cómo sacaba esas conclusiones? si casi no había
abierto la boca. Muchas veces me he
preguntado yo, si las madres serán
adivinas o tienen poderes ocultos.
Al día siguiente aparecí con mi abuela por el colegio. Recuerdo a Dña.
Valle arriba en la baranda del corredor de su vivienda, mi abuela y yo abajo,
en la puerta que del zaguán daba al patio. Quieto, bien peinado, arrepentido,
serio, formal, cual figura de Sevres
cogido de la ropa de mi abuela y atento, como nunca hasta entonces, al
diálogo de ellas dos. La cara mía podría compararse a la del angelito más
tierno, más dulce y más bueno que pueda existir en el firmamento, Ni Ribera, Antolínez o Murillo, ni el más fino
de los pintores del barroco italiano habían pintado una carita así, mientras
tanto mi abuela daba el mitin más medido
completo y convincente que yo haya escuchado nunca. Lo basó principalmente entorno al perdón que
como cristiano todos nos merecemos, (le tocó la fibra) era mujer de misas e
iglesias y mi abuela más lista que el hambre y con la promesa de mi propósito
de enmienda la convenció y fui aceptado.
Poco duró el arreglo y cuando se volvió a colmar el vaso de la
paciencia que fue pronto, Dña. Valle me
volvió a echar del colegio, no sin antes hacerme un
encargo: que no venga por aquí tu abuela…
Montero Bermudo.
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