El 19 de Abril del 53, a los cuatro meses de haber nacido, con el empedrado de muchas calles todavía con cera y cuando el olor a incienso de las calles por la recién pasada Semana Santa había sido sustituido por el del azahar que nos trajo la primavera, decidieron bautizarme. Me cristianaron en Santiago, en la pila bautismal de jaspe rojo de Cabra que en 1.739 labrara el maestro cantero ecijano, Pedro Fernández. Pila que existe en la capilla que para dicho uso hay entre la nave del Evangelio y la Sacristía, y que está cerrada por una reja del mismo siglo y en la que había una pequeña escultura barroca de Cristo Expirante y una inscripción en su bóveda en la que se puede leer: Qui crediderit et baptizatus fuerit , salvus erit. Marc. Cap. 16. ,… pegadito al Cristo de la Expiración, el que Pedro Roldán tallara tan magistralmente.
Él, el Cristo, había llegado a Santiago doscientos setenta y dos largos años antes que yo, concretamente el viernes 29 de marzo de 1.680, lo haría desde Sevilla, a expensas de las limosnas que pudo juntar el hermano mayor de la Congregación de las Ánimas del Purgatorio, José Pérez de Osuna, o sea, con el esfuerzo económico de la gente de Écija y en buena parte con el de mi barrio, a las cinco de una tarde desapacible y lluviosa, circunstancia esta ( la de la lluvia ) que no se daba desde el día de San Esteban del año anterior ( según consta en los libros de bautismo del archivo parroquial de Santiago ) , por lo que estimo que fue doblemente bien recibido. Y a cuyo Cristo sigo unido, perteneciendo a la hermandad de la que es titular.
Llegado el momento de tan cristiano compromiso, mi casa se puso en marcha y entre el alboroto y el jolgorio, típica costumbre de estas celebraciones, incomprensibles para mí en aquellos momentos, salí a la calle asombrado, con los ojos como platos, asomando poco más que ellos y quizás la nariz por fuera del mantón, jaleado por el grupo, acurrucado y abrazado por mi madrina, camino de Santiago, por donde fui recogiendo y degustando los perfumados olores de la primavera, que al paso me ofrecían a raudales como bienvenida los patios y las ventanas de las casas de aquellos espléndidos y hospitalarios vecinos.
Con todo ello, algún que otro piropo, besos por doquier y ¿cómo no? el acostumbrado: padrino, al pelón… cantado por los chiquillos que demandaban la costumbre, en estos casos, de los caramelos y alguna que otra perra gorda echada por parte de los padrinos, aparecimos por la recoleta y entrañable barrera de Santiago.
Una vez allí rodeado de vecinos y vecinas, de amigos y amigas de mis padres, de muchos de mi familia, custodiado por mi padre, mi tío José Luis y en brazos de mi tía Primitiva crucé por la puerta de Santiago, la parroquia de mi barrio, la que tantas veces volvería a cruzar años después, con mi faja y mi costal portando sobre mis hombros a María Santísima de los Dolores, la Virgen de mi hermandad.
Artística y bella puerta, que da acceso al patio porticado que hay que cruzar antes de entrar a la iglesia.
Por su lado este, donde se encuentra la sacristía, entre risas, siseos y empujones entramos en la capilla bautismal que está junto a la misma, donde el cura D. Luis pacientemente esperaba para echarme el agua.
Me apuntaron en el libro con el nombre de Rafael, firmaron los padrinos y salimos ya cristiano, con más alboroto si cabe, camino de Cañatos.
Si hubo algo más, no lo sé, pues después de tanto trajín me quedé dormido.
Montero Bermudo.
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