campiña ecijana

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miércoles, 22 de octubre de 2014

Las noches del melonar


Las noches del melonar.


 

          Sobre  la caldeada tierra que a raudales y en abundancia absorbiera  los recalcitrantes rayos de un día de sol, de ese sol que en la Vieja Astigi y su fértil campiña  es blasón en su heráldica por derecho propio;  un puñado de rastrojo  depositado  sobre aquel suelo  entre una de las calles del melonar,  sería mi cama  en muchas de aquellas noches  veraniegas, cuando la guardia y custodia de nuestro  rédito al cotidiano trabajo de la empresa familiar lo requería.

          Años de la niñez, de esa etapa infantil tan especial y en la que tanto se “graba” y que la mía transcurriría en buena parte junto a mis cabras, mi perro y el melonar, “oficios y negocios” en casa de mis abuelos maternos, donde tuve la dicha de convivir y criarme formando  parte como otro más, de aquel engranaje que constituyera en sí, un modo al igual que  otro cualquiera de buscarse la vida.

          Serían tantas las noches de aquellos años, en las que mirando un cielo inmenso y azul oscuro sembrado en sus dominios, todo Él, de infinidad de brillantísimas estrellas y junto a Ellas, las  únicas acompañantes  con quienes me dormiría. No las podría contar en mi entretenimiento, pues en la grandeza del universo de continuo  nuevas aparecían, y otras, mientras afianzando la mirada para el recuento, sobre el horizonte casi perdido se precipitaban a gran velocidad y me rompían el número; volvía a dar comienzo  de nuevo aquel arqueo y nuevamente se repetía el mismo  escape con el juego al escondite que entre destellos utilizaban, haciéndome partícipe del mismo modo que si yo fuese otra de ellas para distraerme.

              Las estrellas, como la luna,  también estaban solas allá en  lo alto y mirándolas les preguntaba y la luna se reía y mientras los grillos ofrecían con su serenata el más digno de los  acompañamientos al mejor espectáculo del universo, desde aquellas gradas que el mundo me ofrecía, me deleitaba observando la más excelsa de las interpretaciones  que de la naturaleza se  hayan escrito, única versión que a diario se representa y de la que  yo era el único espectador. Mientras tanto  alrededor mío, algún topillo curiosón rodeaba matas para acercarse husmeando vidas, más que mirarlas, para ganar la suya si es que no  pierde en boca de otros la que dispone y  algún impertinente mosquito te molestaba y el refrescar del relente, que no es más que la propia humedad del ambiente que la lejanía del sol en la noche propicia, te iba obligando a encoger las patitas y brazos y la vieja manta en la faltriquera de la aventura en lo que aquello suponía, servía de alivio vertiéndola poco a poco  y al mismo ritmo que el fresquito apretaba sobre el organismo.

          Mezcolanza de lo que el Cielo ofreciera y la imaginación de lo vivido y lo que se iba recordando, ofrecían a las claras un devenir de sueños  en la que ya  empezaba  uno a retirarse de la realidad para dormirse, aún y así,  de vez en cuando un zarandeo por el crujir de algún  melón al rajarse con la fresca  te sobresaltaban, más la noche vencía al final, dejando historias en los sueños y encogido te entregaba  a unos rayos calentitos y luminosos a ras de suelo que el amanecer te ofrecía de nuevo con un flamante día.

 
                                                                                                                                                             Montero Bermudo.

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