Las noches del melonar.
Sobre la caldeada tierra que a raudales y en
abundancia absorbiera los recalcitrantes
rayos de un día de sol, de ese sol que en la Vieja Astigi y su fértil
campiña es blasón en su heráldica por
derecho propio; un puñado de
rastrojo depositado sobre aquel suelo entre una de las calles del melonar, sería mi cama
en muchas de aquellas noches
veraniegas, cuando la guardia y custodia de nuestro rédito al cotidiano trabajo de la empresa familiar
lo requería.
Años de la niñez, de esa etapa
infantil tan especial y en la que tanto se “graba” y que la mía transcurriría
en buena parte junto a mis cabras, mi perro y el melonar, “oficios y negocios”
en casa de mis abuelos maternos, donde tuve la dicha de convivir y criarme
formando parte como otro más, de aquel
engranaje que constituyera en sí, un modo al igual que otro cualquiera de buscarse la vida.
Serían tantas las noches de
aquellos años, en las que mirando un cielo inmenso y azul oscuro sembrado en
sus dominios, todo Él, de infinidad de brillantísimas estrellas y junto a Ellas,
las únicas acompañantes con quienes me dormiría. No las podría contar
en mi entretenimiento, pues en la grandeza del universo de continuo nuevas aparecían, y otras, mientras afianzando
la mirada para el recuento, sobre el horizonte casi perdido se precipitaban a
gran velocidad y me rompían el número; volvía a dar comienzo de nuevo aquel arqueo y nuevamente se repetía el
mismo escape con el juego al escondite
que entre destellos utilizaban, haciéndome partícipe del mismo modo que si yo fuese
otra de ellas para distraerme.
Las estrellas, como la luna, también estaban solas allá en lo alto y mirándolas les preguntaba y la luna
se reía y mientras los grillos ofrecían con su serenata el más digno de los acompañamientos al mejor espectáculo del
universo, desde aquellas gradas que el mundo me ofrecía, me deleitaba
observando la más excelsa de las interpretaciones que de la naturaleza se hayan escrito, única versión que a diario se
representa y de la que yo era el único
espectador. Mientras tanto alrededor
mío, algún topillo curiosón rodeaba matas para acercarse husmeando vidas, más
que mirarlas, para ganar la suya si es que no pierde en boca de otros la que dispone y algún impertinente mosquito te molestaba y el
refrescar del relente, que no es más que la propia humedad del ambiente que la
lejanía del sol en la noche propicia, te iba obligando a encoger las patitas y
brazos y la vieja manta en la faltriquera de la aventura en lo que aquello
suponía, servía de alivio vertiéndola poco a poco y al mismo ritmo que el fresquito apretaba
sobre el organismo.
Mezcolanza de lo que el Cielo
ofreciera y la imaginación de lo vivido y lo que se iba recordando, ofrecían a
las claras un devenir de sueños en la que
ya empezaba uno a retirarse de la realidad para dormirse,
aún y así, de vez en cuando un zarandeo
por el crujir de algún melón al rajarse
con la fresca te sobresaltaban, más la
noche vencía al final, dejando historias en los sueños y encogido te entregaba a unos rayos calentitos y luminosos a ras de
suelo que el amanecer te ofrecía de nuevo con un flamante día.
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