A coger algodón de niño
Al abrir los ojos desconcertado y
viniendo de un profundo sueño en el que la consciencia se ponía a punto y lo
dejado atrás quedaba olvidado casi de inmediato, aunque a lo mejor ni el
recuerdo había llegado hasta ahí. La mano de mi madre apoyada con tacto
angelical sobre parte de mí, levemente zarandeaba mi cuerpo mientras en voz
baja me susurraba casi a modo de contarme un secreto… ¡Venga, vamos, a por el pan!
De una de las vigas que cruzaba el techo del cuarto pendía un cable de
lanilla trenzado en cuyo final, un casquillo de latón y porcelana a medias, con
enchufe incluido, sostenía una bombilla encendida de no mucha potencia, pero
que era luz suficiente para alumbrar todo aquel habitáculo donde dormíamos en
varias camas. La vista fija un momento en aquel globito incandescente era el
primer saludo a la vida y a la jornada ¡sí, era yo! Decía para mis adentros
mientras recreaba una ojeada alrededor a modo de inspección y, sobre el filo de
la cama de un remolón y dubitativo impulso quedaba sentado dispuesto a
componerme.
Con un empujoncito de voluntad que ya empezaba por aquellas fechas a
poner en valor, arrimándome a la cómoda y al rincón del page donde la
palangana, una vez restregada un pico de la toalla envuelta en una mano, estrujada
y untada con Heno de Pravia sobre toda la cara, incluidas orejas, pescuezo y
flequillo, con enjuague inmediato, corriendo calle abajo trasponía a la barrera
del Carmen y en un salto hasta las “cuatro esquinas”, por el pan “an ca Villalón”, donde muchas veces por ser
hora temprana cogía el kilillo de coscurros por la pequeña puerta que del
obrador de la tahona daba a Juan Páez; la principal de la panadería encaraba a
“Portería” que ese era el nombre por el que mi gente la nombraba, aunque el
suyo oficial, desde la guerra ya era San Juan Bosco. Volvía como las balas
hasta calle Las Flores en busca de mi hermana y la talega y ya bien despiertos
calle abajo enfilábamos: Soria, el Carmen, Colón y La Calzada hasta Puerta
Palma y por calle Mayor llegaríamos al Valle.
Una gran arboleda a un lado y otro del camino, allí en un llano o
explanadita ya pasado el hospital y casi pegando a la Ermita del Humilladero,
era el punto de partida de todos aquellos que, subidos en el remolque de un
tractor a modo de autobús completo, partiríamos juntos al tajo. Al lugar íbamos
llegando grandes y chicos, cada uno con su talega o quincana y mientras se
completaba la tanda que más o menos el manigero tenía prevista o apalabrada, más
alguno que a última hora se alistaba al banderín de enganche por aquello de las
necesidades, se intercalaban saludos y conversaciones o pareceres sobre lo que
fuera.
Recuerdo el fresquito agradable de aquellas mañanas, ya pasado el
caluroso verano y antes de entrar los fríos, allí expectante miraba a unos y
otros, al cielo que ya apuntaba de inmediato la venida del día; al tío del
tractor fumando apoyado en las enormes ruedas, más altas que yo y que siempre
me intrigaron; al que liaba el cigarro ensimismado y pensativo, al que jugaba
con el amigo quitándole por detrás el sombrero… a las paredes de la doma desgastadas y
desconchadas en la zonas bajas y llenas de agujeros o mechinales que sirvieran
en su día para levantarlas y que ahí andaban como refugio de animalitos, las
que por aquí terminaban haciendo esquina y enfilaban camino arriba al Barrero
por lo de “Curro el cojo”. A este lado de cara al cercano río: el limero, lleno
de montones de escombros, tarajes, matojos… y por la parte que habíamos llegado:
la silueta del hospital con su pequeña espadaña señalaba el final del caserío de
ese precioso pueblo del que salíamos y entre ello y la zona del río: los
callejones que era camino siempre enfangado o polvoriento en verano, con salida
al final de Merinos, cercano a la albarrana, donde ya anochecido acabaríamos
todos pasando cuentas con el manigero en un corralón.
¡Venga hombre venga! - Decía el
manigero a los rezagados que al trote llegaban – “hay que echarse al catre ma tempranito
humío, que aluego pasan estas cosas” … y de seguido: “Tor mundo arriba, amo
allá”
Subidos en el volquete donde la mayoría iríamos de pie y cada uno agarrado
a donde podía, tras el: poc, poc, poc… y
la explosiva humareda del diésel por encima de la gabina del tractorista, aquello
se ponía en marcha; dejábamos atrás la Ermita y por la carreterita llena de
baches que iba al cementerio, bajo una hilera de algarroberos y algunas acacias
a un lado y otro del camino avanzábamos hasta cruzar la vía del tren y una vez frente a las tapias de aquel recinto
tan respetado, la gente se descubría de sombreros, gorras, pañuelos y bajando las
estridencias en las conversaciones, permitían escuchar el trajín y los cantos
de las aves que por la arboleda del interior, andaban a lo suyo sin inmutarse
por nuestra presencia y donde grandes cipreses cimbreando nos saludaban y al
vaivén de la brisa “espurreaban” gorriones y otros pajarillos alrededor. Al
pasar por la misma puerta donde la reja de entrada permitía algo de visión,
muchos se santiguaban de manera espontánea y sin más cavilaciones y, enseguida
de pasar el final de las tapias la juventud femenina, sobre todo, daba comienzo
con sus cancioncillas y risas.
Camino de “las Barrancas y el Zapatero” donde el tajo nos esperaba y que
antes de la llegada abría que apearse, si el terreno andaba mojado y con barro
a empujar un poquito al remolque para que subiera una pronunciada cuestecita. El
tractorista le ponía “cariño” al acelerador y junto a unos cuantos de zagalones
o “lanetos” a puñados subían aquello en un santiamén; todo el mundo arriba otra
vez y hasta donde el algodón, seguiríamos con la misma cantinela.
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Al retortero un montón de personal demandaba sacos y la linde por donde
meter mano, el manigero dejaba en dos o tres montones estirados un buen porte
de ellos y de ahí cada uno cogía y encaraba la hilada… un abanico de personal en medio del llano
dibujaba escenas bucólicas de labor y tarea, sombreros y gorras entre matas se
revolvían y a pellizcos en su ajetreo iban desapareciendo de la vista montones
de copos blancos que serían el pan diario para todos aquellos que bajo el sol
de la campiña sonreíamos a la vida. Se escuchaba de vez en cuando alguna
coplilla y entre oles y risas se entre mezclaban conversaciones y la alegría
perduraba a lo largo de la mañana hasta que el eco de un fuerte vozarrón sonaba
en el aire:
“A COMERRRR…… tor mundo a por el piensoooo”
Agrupados a “manojos” entre unos y otros, cada cual como mejor le venía
ponía el culo donde fuera y tomaba fuerza para lo que restara del día. Junto a
las matas de algodón y aprovechando el poquito de sombra que pudieran dar, mi
hermana y yo sentados en el suelo a piernas sueltas con la talega y la fiambrera
al medio teníamos la mesa puesta, el menú: una tonga de papas fritas revuelta
con clara de huevo (la yema quedaba en casa para otra necesidad), un choricillo
o un trocito de “morcilla de Martinillo” y el cachito de pan correspondiente;
de agua llevábamos una botija o botella.
Después de un respiro, la barriga llena y un poquillo de reposo estirado
en el suelo con el sombrero puesto de tapadera por donde entrara el sol, se
nublaba la vista y hasta algo de la consciencia se abandonaba; mientras alguno
cercano a boca abierta resoplaba como si estuviera en feria… “amo alláááááá…” se escuchaba de pronto y
cuando más a gustito estabas, al manigero avisando.
Remontaba cada uno como podía ese momento de letargo o modorra por la
comida y el calor que normalmente a esas horas daba señales, todo seguía al
ritmo de la mañana y los cuerpos, acostumbrados, se imponían a toda pereza por
medio de un buen porte de juventud y la mentalidad impoluta.
Cuando el sol perdía peso y daba en cercanías de unos cerros allá por la
dirección de Lora, el personal se removía y disponía en dar de mano a la
jornada y en la zona donde se repartieron sacos y andaban tractorista y
manigero con la romana preparada, se procedía al peso de lo que cada uno había
podido apañar. En una libreta el manigero iba tomando nota de los kilos y
anotando el nombre, uno, otro, otro… de vez en cuando algún tropiezo y atranque
con aquel que usando de la pillería, intentaba engañar metiendo piedras en el
saco, el manigero avispado y enseñado por estos mismos, daba cuenta de los
hechos con enfado y se vaciaban para comprobaciones. Resuelto el tema se
continuaba hasta terminar y una vez todo recogido el tractorista nos devolvía
tal cual nos llevó al punto de partida con la misma fiesta, jolgorio y la
alegría de haber terminado.
Desde el llano del Valle, por los callejones cara al río aparecíamos por
Merinos y allí en un corralón esperábamos tanda hasta que nos tocara. Sentados
en el suelo o echados contra la pared mirábamos las caras sonrientes de
aquellos que iban saliendo hacia la calle y cuando llegaba nuestro turno, desde
la misma puerta de un cuartito donde había una pequeña mesa junto a la pared y
una bombilla colgando a ras casi encima de la cajita de madera donde tenía
parte de los dineros y la libreta de apuntes sobre la mesa, atendíamos a las
cuentas del manigero (nosotros ya las teníamos hechas y las trampillas… él sabría)
“… tantos kilos a tanto… tanto”. Como los demás, salíamos pitando calle Merinos
arriba en busca de Puerta Palma.
Eran tiempos de penurias, de agobios y falta de todo y nosotros dos
éramos los grandes; mi hermana con trece o catorce años y yo con nueve o diez,
bien podíamos faltar unos días de colegio arrimando algo con qué suplir tanta
falta; el colegio bien podría esperar, nos quedaba toda la vida por delante
para aprender y comer era indispensable. Llevábamos diecinueve o veinte duros y
hasta veinte uno y eso era cuanto habíamos podido apañar ¡Bien está! En casa
entraban esos duros como bendiciones. Contentos y satisfechos, aunque
escuchábamos a otros más mayorcitos que habían recogido más, pensábamos en
superaciones para otras jornadas y en la carita de mi madre cuando nos viera
llegar, otra vez más, con cien pesetas en las manos…
La Calzada adelante hasta Colón y subíamos por Carreras hasta Puerta Cerrá,
donde veríamos las carteleras del cine que era el “premio” aquel permiso en
distraernos, porque éramos mayorcito y mi madre nos dejaba. Un ratito allí los
dos embobados mirando las caras de los artistas pegados en la pared y leyendo
cuanto ponía de películas, del día, el estreno, el cine… y enseguida, corriendo para la casa. Hasta
el día siguiente en el Valle si había algodón o, a donde nos hubieran dicho.
Montero Bermudo
16 de febrero de 2022
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