campiña ecijana

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miércoles, 16 de febrero de 2022

recuerdos de muy atrás


 

A coger algodón de niño

       Al abrir los ojos desconcertado y viniendo de un profundo sueño en el que la consciencia se ponía a punto y lo dejado atrás quedaba olvidado casi de inmediato, aunque a lo mejor ni el recuerdo había llegado hasta ahí. La mano de mi madre apoyada con tacto angelical sobre parte de mí, levemente zarandeaba mi cuerpo mientras en voz baja me susurraba casi a modo de contarme un secreto…   ¡Venga, vamos, a por el pan!

       De una de las vigas que cruzaba el techo del cuarto pendía un cable de lanilla trenzado en cuyo final, un casquillo de latón y porcelana a medias, con enchufe incluido, sostenía una bombilla encendida de no mucha potencia, pero que era luz suficiente para alumbrar todo aquel habitáculo donde dormíamos en varias camas. La vista fija un momento en aquel globito incandescente era el primer saludo a la vida y a la jornada ¡sí, era yo! Decía para mis adentros mientras recreaba una ojeada alrededor a modo de inspección y, sobre el filo de la cama de un remolón y dubitativo impulso quedaba sentado dispuesto a componerme.

       Con un empujoncito de voluntad que ya empezaba por aquellas fechas a poner en valor, arrimándome a la cómoda y al rincón del page donde la palangana, una vez restregada un pico de la toalla envuelta en una mano, estrujada y untada con Heno de Pravia sobre toda la cara, incluidas orejas, pescuezo y flequillo, con enjuague inmediato, corriendo calle abajo trasponía a la barrera del Carmen y en un salto hasta las “cuatro esquinas”, por el pan  “an ca Villalón”, donde muchas veces por ser hora temprana cogía el kilillo de coscurros por la pequeña puerta que del obrador de la tahona daba a Juan Páez; la principal de la panadería encaraba a “Portería” que ese era el nombre por el que mi gente la nombraba, aunque el suyo oficial, desde la guerra ya era San Juan Bosco. Volvía como las balas hasta calle Las Flores en busca de mi hermana y la talega y ya bien despiertos calle abajo enfilábamos: Soria, el Carmen, Colón y La Calzada hasta Puerta Palma y por calle Mayor llegaríamos al Valle.

       Una gran arboleda a un lado y otro del camino, allí en un llano o explanadita ya pasado el hospital y casi pegando a la Ermita del Humilladero, era el punto de partida de todos aquellos que, subidos en el remolque de un tractor a modo de autobús completo, partiríamos juntos al tajo. Al lugar íbamos llegando grandes y chicos, cada uno con su talega o quincana y mientras se completaba la tanda que más o menos el manigero tenía prevista o apalabrada, más alguno que a última hora se alistaba al banderín de enganche por aquello de las necesidades, se intercalaban saludos y conversaciones o pareceres sobre lo que fuera.

          Recuerdo el fresquito agradable de aquellas mañanas, ya pasado el caluroso verano y antes de entrar los fríos, allí expectante miraba a unos y otros, al cielo que ya apuntaba de inmediato la venida del día; al tío del tractor fumando apoyado en las enormes ruedas, más altas que yo y que siempre me intrigaron; al que liaba el cigarro ensimismado y pensativo, al que jugaba con el amigo quitándole por detrás el sombrero…   a las paredes de la doma desgastadas y desconchadas en la zonas bajas y llenas de agujeros o mechinales que sirvieran en su día para levantarlas y que ahí andaban como refugio de animalitos, las que por aquí terminaban haciendo esquina y enfilaban camino arriba al Barrero por lo de “Curro el cojo”. A este lado de cara al cercano río: el limero, lleno de montones de escombros, tarajes, matojos… y por la parte que habíamos llegado: la silueta del hospital con su pequeña espadaña señalaba el final del caserío de ese precioso pueblo del que salíamos y entre ello y la zona del río: los callejones que era camino siempre enfangado o polvoriento en verano, con salida al final de Merinos, cercano a la albarrana, donde ya anochecido acabaríamos todos pasando cuentas con el manigero en un corralón.

      ¡Venga hombre venga!  - Decía el manigero a los rezagados que al trote llegaban – “hay que echarse al catre ma tempranito humío, que aluego pasan estas cosas” … y de seguido: “Tor mundo arriba, amo allá”

        Subidos en el volquete donde la mayoría iríamos de pie y cada uno agarrado a donde podía, tras el: poc, poc, poc…  y la explosiva humareda del diésel por encima de la gabina del tractorista, aquello se ponía en marcha; dejábamos atrás la Ermita y por la carreterita llena de baches que iba al cementerio, bajo una hilera de algarroberos y algunas acacias a un lado y otro del camino avanzábamos hasta cruzar la vía del tren y  una vez frente a las tapias de aquel recinto tan respetado, la gente se descubría de sombreros, gorras, pañuelos y bajando las estridencias en las conversaciones, permitían escuchar el trajín y los cantos de las aves que por la arboleda del interior, andaban a lo suyo sin inmutarse por nuestra presencia y donde grandes cipreses cimbreando nos saludaban y al vaivén de la brisa “espurreaban” gorriones y otros pajarillos alrededor. Al pasar por la misma puerta donde la reja de entrada permitía algo de visión, muchos se santiguaban de manera espontánea y sin más cavilaciones y, enseguida de pasar el final de las tapias la juventud femenina, sobre todo, daba comienzo con sus cancioncillas y risas.

         Camino de “las Barrancas y el Zapatero” donde el tajo nos esperaba y que antes de la llegada abría que apearse, si el terreno andaba mojado y con barro a empujar un poquito al remolque para que subiera una pronunciada cuestecita. El tractorista le ponía “cariño” al acelerador y junto a unos cuantos de zagalones o “lanetos” a puñados subían aquello en un santiamén; todo el mundo arriba otra vez y hasta donde el algodón, seguiríamos con la misma cantinela.

 

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         Al retortero un montón de personal demandaba sacos y la linde por donde meter mano, el manigero dejaba en dos o tres montones estirados un buen porte de ellos y de ahí cada uno cogía y encaraba la hilada…   un abanico de personal en medio del llano dibujaba escenas bucólicas de labor y tarea, sombreros y gorras entre matas se revolvían y a pellizcos en su ajetreo iban desapareciendo de la vista montones de copos blancos que serían el pan diario para todos aquellos que bajo el sol de la campiña sonreíamos a la vida. Se escuchaba de vez en cuando alguna coplilla y entre oles y risas se entre mezclaban conversaciones y la alegría perduraba a lo largo de la mañana hasta que el eco de un fuerte vozarrón sonaba en el aire:

         “A COMERRRR……    tor mundo a por el piensoooo”

       Agrupados a “manojos” entre unos y otros, cada cual como mejor le venía ponía el culo donde fuera y tomaba fuerza para lo que restara del día. Junto a las matas de algodón y aprovechando el poquito de sombra que pudieran dar, mi hermana y yo sentados en el suelo a piernas sueltas con la talega y la fiambrera al medio teníamos la mesa puesta, el menú: una tonga de papas fritas revuelta con clara de huevo (la yema quedaba en casa para otra necesidad), un choricillo o un trocito de “morcilla de Martinillo” y el cachito de pan correspondiente; de agua llevábamos una botija o botella.

       Después de un respiro, la barriga llena y un poquillo de reposo estirado en el suelo con el sombrero puesto de tapadera por donde entrara el sol, se nublaba la vista y hasta algo de la consciencia se abandonaba; mientras alguno cercano a boca abierta resoplaba como si estuviera en feria…    “amo alláááááá…” se escuchaba de pronto y cuando más a gustito estabas, al manigero avisando.

      Remontaba cada uno como podía ese momento de letargo o modorra por la comida y el calor que normalmente a esas horas daba señales, todo seguía al ritmo de la mañana y los cuerpos, acostumbrados, se imponían a toda pereza por medio de un buen porte de juventud y la mentalidad impoluta.

        Cuando el sol perdía peso y daba en cercanías de unos cerros allá por la dirección de Lora, el personal se removía y disponía en dar de mano a la jornada y en la zona donde se repartieron sacos y andaban tractorista y manigero con la romana preparada, se procedía al peso de lo que cada uno había podido apañar. En una libreta el manigero iba tomando nota de los kilos y anotando el nombre, uno, otro, otro… de vez en cuando algún tropiezo y atranque con aquel que usando de la pillería, intentaba engañar metiendo piedras en el saco, el manigero avispado y enseñado por estos mismos, daba cuenta de los hechos con enfado y se vaciaban para comprobaciones. Resuelto el tema se continuaba hasta terminar y una vez todo recogido el tractorista nos devolvía tal cual nos llevó al punto de partida con la misma fiesta, jolgorio y la alegría de haber terminado.

      Desde el llano del Valle, por los callejones cara al río aparecíamos por Merinos y allí en un corralón esperábamos tanda hasta que nos tocara. Sentados en el suelo o echados contra la pared mirábamos las caras sonrientes de aquellos que iban saliendo hacia la calle y cuando llegaba nuestro turno, desde la misma puerta de un cuartito donde había una pequeña mesa junto a la pared y una bombilla colgando a ras casi encima de la cajita de madera donde tenía parte de los dineros y la libreta de apuntes sobre la mesa, atendíamos a las cuentas del manigero (nosotros ya las teníamos hechas y las trampillas…  él sabría)   “… tantos kilos a tanto… tanto”.  Como los demás, salíamos pitando calle Merinos arriba en busca de Puerta Palma.

         Eran tiempos de penurias, de agobios y falta de todo y nosotros dos éramos los grandes; mi hermana con trece o catorce años y yo con nueve o diez, bien podíamos faltar unos días de colegio arrimando algo con qué suplir tanta falta; el colegio bien podría esperar, nos quedaba toda la vida por delante para aprender y comer era indispensable. Llevábamos diecinueve o veinte duros y hasta veinte uno y eso era cuanto habíamos podido apañar ¡Bien está! En casa entraban esos duros como bendiciones. Contentos y satisfechos, aunque escuchábamos a otros más mayorcitos que habían recogido más, pensábamos en superaciones para otras jornadas y en la carita de mi madre cuando nos viera llegar, otra vez más, con cien pesetas en las manos…

       La Calzada adelante hasta Colón y subíamos por Carreras hasta Puerta Cerrá, donde veríamos las carteleras del cine que era el “premio” aquel permiso en distraernos, porque éramos mayorcito y mi madre nos dejaba. Un ratito allí los dos embobados mirando las caras de los artistas pegados en la pared y leyendo cuanto ponía de películas, del día, el estreno, el cine…   y enseguida, corriendo para la casa. Hasta el día siguiente en el Valle si había algodón o, a donde nos hubieran dicho.  

Montero Bermudo

16 de febrero de 2022

 


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