Jallullos y manteca “colorá con
asaura”
Con los ojos abiertos de un brillo expectante y de ansias llenos, pendiente
a todo meneo que por la cocina se daba; así aguardaba atento a la brega y a la habilidad
de mi madre que, apoyada una cadera sobre el poyete de la cocina mientras me
daba carrete, iba sacando pellizcos de masa de la macetilla haciéndola bolitas.
¡Que sean gorditos y grandes mumá! Se me
escapaba de manera incontrolada y sin remedio… “daquí hay pató y se tiene que repartí”, aclaraba
y daba sentencia; la medida de aquellos jallullos sería de acuerdo a la masa
existente, partida o repartida entre los “guindillas” que acechábamos; una
regla de tres simple, en la que el grueso y tamaño de los jallullos sería la
equis y que mi madre sin saber de aritmética, la averiguaba de manera infalible.
Eran mañanas de domingo o festivos de inviernos en las que, revueltos y
sin colegio andábamos por casa dando la murga y pidiendo “guerra” con tal de
entretenernos; sopaipillas o jallullos ¡bien está! Ya había entretenimiento con
aquel manjar que nos llenaría la barriga y con el contento, además de celebrar
lo que fuera, para nosotros cualquier meneo era fiesta, saldríamos de todo
aburrimiento y con la ventaja de no romper ni hundir nada.
Con muchísima más voluntad y
dedicación que medios, en aquellos años en los que cualquier alacena andaba de
mudanzas de manera continua, sacaba ella todo el ingenio del que las madres son
portadoras, máxime cuando de alimentar a su prole se trataba.
En la macetilla de barro donde mi padre hacía el salmorejo, o bien en un
pequeño lebrillo donde daba avío a sus cosas de comida, echaba la harina que
pudiera apañar, un poquito de bicarbonato, otro de sal y algo de agua previamente
casi calentada; todo ello proporcional a la cantidad de harina, así los demás
componentes. Metía sus manos dentro y, amasar, amasar, amasar…
Bonitos recuerdos guardo de aquella imagen clavando los nudillos de sus
manos sobre la masa, al mismo compás del suave vaivén de su cuerpo de un lado a
otro… como el metrónomo de mi hija sobre
el piano cuando estudiaba música ¡Qué cosas tiene la vida! Tan distantes y
distintas y tan iguales a la vez… así hasta darle la consistencia o densidad adecuada.
Una vez amasado se tapaba la macetilla o
el lebrillo con un paño y, mientras se preparaba lo demás, se hacía algo de
tiempo para que la masa reposara, si no es que ya de por sí la hiciera un buen
rato antes.
A su criterio y teniendo
en cuenta más a su capacidad de administración que, a mis sugerencias, iba
haciendo bolitas que luego aplastaba sobre la palma de las manos y a
pellizquitos con los dedos iba estirando hacia fuera al tiempo que, girando,
girando y pellizcando, daba forma a una especie de tortitas con las
proporciones aproximada a las tortas de manteca que hoy todos conocemos.
El brasero encendido con
un buen porte de picón de olivo, del que mis abuelos se preocupaban en que no nos
faltara y las parrillas puestas, se iban colocando tantos como entraran en
aquel enrejado y uno detrás de otro saldrían al gusto. Las brasas incandescentes,
dando luz, color y calor bajo la tonga puesta en la parrilla, al tiempo de ir
cociendo la masa iba esparciendo al éter que envolvía toda la cocina un perfume
y aroma bien reconocido por nosotros en aquellos tiempos, inconfundible,
aromático, delicioso y transmisor de alegría que hoy, lejos de atinar en
descripciones me limito en recordar según viví, pero sin olores.
Al momento de ser colocados sobre la
candela, una serie de pequeñas vejigas o pompas, de inmediato iban levantando
incontroladas por aquí y por allá, cada una en su medida transformaba el plano
en un relieve extraordinario hasta quedar adornado y hacerlo atrayente a los
ojos de una infancia que, llenos de asombro y curiosidad, gravaba para siempre.
Una vez vueltos a otra cara, se repetían las “bombillitas” y al dorarse algunas
se iban poniendo de marrón oscuro y quebradizas, señal de tostado y aviso de
salir pitando fuera de la candela, porque se quemaban.
Abiertos por la mitad usando
de habilidad y precaución con la navaja, ya que según el grueso era bien fácil
salirse fuera, se le ponía su porción de manteca “colorá con asaura” y se
restregaba hasta repartir por todo el migajón…
chorreones por las muñecas, antebrazos y la barbilla, seguidos de inofensivos
coscorrones y amagos de manotazos de aviso para despistados que se manchaban y con
la servilleta a la carrera cazando al goterón antes de llegar al pescuezo; todo
entraba en el lote de aquel rito, donde lo más hermoso y grande del ser humano
estaba presente: la unidad y la familia... en otras ocasiones sería de aceite lo de
entremeter y los chorreones y las risas serían las mismas, pero cambiados de
color.
Montero Bermudo.
Desde
aquí, tan lejos en el tiempo y de todo. 2022
No hay comentarios:
Publicar un comentario