A coger aceitunas
“… Curriqui, el hato y la quincana que
vamos tarde – dijo mi abuelo calándose la gorra mientras cruzando el zaguán
giraba la cabeza…- ¡Carmen Rechiiii, mo
vamo! ¡Vaya ohté condió “Currito
Marque”! sería la respuesta de mi
abuela. Aún era de noche, en la calle Las Flores no se movía un alma, solo la
luz de una pequeña bombilla que pendía de la pared frente a nosotros, bajo un
plato de porcelana entre la casa de Margarita y la de Valle, nos daba compañía
y alumbraba lo necesario para ver cómo nos componíamos. Mi abuelo, ya había
metido la mula entre varas y enganchado el carro, yo me subí gateando como pude
por el mozo trasero y me acomodé en el seno del mismo, él, con un pequeño
impulso se echó a medio lado en la parte delantera izquierda sentándose donde
el estribo o el arranque de la vara y dejando caer el brazo sin soltar las
riendas sobre la retranca, hizo un gesto y la mula echó a andar. Hacía frio, no
había amanecido y la “pelúa” en aquellas fechas cercanas a la Pascua, estaba
pegando de lo lindo…
Cruzábamos la pontezuela del matadero,
atrás y a mano izquierda quedaba el fielato junto a los muros del edificio
municipal y a la derecha, justo en la curva que obligaba al cauce del arroyo en
su entrada bajo el arco de ladrillos que nos salvaba del agua para seguir el
camino: “la pared de La Bizcocha”, una
curiosidad que siempre me llamó la atención (el gusto por el dibujo viene
impregnado en mí, desde que tengo recuerdos de estar vivo) porque allí, en el
muro encalado de la última casa de cara al arroyo, representada en grande,
estaba dibujada una preciosa galga cuyo nombre era ese y así rezaba escrito. La
mula tiraba del carro y buscaba encarar el Camino de la Coja, por donde dicen
los escritos antiguos de la existencia de la Ermita del Camino y justo por
detrás del molino-almazara, lugar de trabajo y vivienda de mis padrinos, para
salir frente a la “Polvera del agua” y ya terminar la subida hasta la “Casilla
alta” y el “pimpo note”. Una vez arribado al “Llano de los locos”, ventilado
paraje donde existía por aquellos entonces “La choza de José María” y que era de
vez en cuando, punto de avituallamiento de tabaco “liao” para mi tío, nos
metimos por el Camino de Fuentes, entre la carretera general y la de Marchena y
por ahí, casi apalpando por la niebla baja y el amanecer por llegar, nos
perdimos entre olivares.
Crujían las ruedas del carro, la dureza
de la madera de encina de los radios, la maza y las pinas de la llanta, además de
lo bien sujetas con el aro de hierro de fragua, no evitaban la protesta y el
chirriar por el traqueteo y los vaivenes que producían el “bacheao”, las
irregularidades y la dureza de un suelo helado. Todo blanquecino y entrecano,
áspero, endurecido y seco por la escarcha, dibujaba a los ojos de aquel
aspirante a manijero en el que yo andaba convertido, un reto o una prueba a
superar, un campo de batalla ante mí y a los pies de mi caballo por donde iba
cruzando victorioso, porque mi abuelo me llevaba a recoger aceitunas al frente
de su gente y yo, en un futuro sería como él.
Ya
se escuchaban algunos pájaros anunciando el alba, otros levantaban el vuelo en
sobre salto a nuestro paso y del suelo entreverado de cobrizo y ya casi dorada
plata, se elevaban como torres albarranas personajes en verde oscuro que asomados
a la linde del camino, más bien asemejaban guardianes en la defensa del
territorio; majestuosos y viejos olivos cargados de hermosas perlas como son
sus aceitunas, ese oro graso del que mi tierra es manantial de lujo y que desde
tiempo inmemorial sigue manando como una virtud o excelencia que señala la vega
astigitana, porque la grandeza es mucha. Los romanos a su llegada se dieron
cuenta y explotaron con ahínco el filón, más no le dieron fin. Luego vendrían visigodos,
musulmanes y cristianos ordeñando con deleite, aunque siempre con trabajo duro
porque el olivar lo requiere, materia prima tan especial como importante y
continua por los siglos brotando y peleando en calidades con los mejores del
mundo, porque lo es.
El día empezaba abocetando el paisaje y
el trazado de las calles del olivar iba quedando representado en su
perspectiva, los individuos ramificados y cargados de frutos se separaban a
gruesos trazos y el horizonte marcaba una veta de luz que daba pátina dorada al
conjunto; el día se nos venía encima y nosotros llegábamos al tajo, no había
disimulo. Se escuchaba hablar a la gente, temporeros, tareeros… que formaban las cuadrillas y que ya andaba a
la espera del manijero y se saludaban tal como iban encontrándose, el vaho del
habla reflejaba la temperatura y las bocanadas de humo de los cigarros
completaba aquel ambiente desconocido para mí; bancos, espuertas, variyos,
varas y demás aperos merodeaban el lugar; una “Orbea” echada sobre el viejo
tronco de un olivo, portaba alforja sujeta con una tomiza sobre el portamaletas
y de sus brazos, pendían quincanas y talegas junto a alguna pelliza.
Se
intercalaron saludos con mi abuelo y previa presentación del “futuro mandamás”
entre risas y comentarios se preparó la candela, tostaron un poco de pan y algunas
viandas y enseguida dio comienzo “la batalla”.
Yo, además de fijarme como los búhos de lo que allí se desenvolvía, levantaría
acta para la memoria, como en tantos ratitos vividos junto a mi abuelo y aquí
presento su lectura para una posible aceptación, si procede.”
Montero Bermudo.
S. Juan Despí, en el
día de S. Antonio de 2.019
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