Mi abuela, sus melones y otras cositas de la Plaza.
Dulces como el almíbar de miel, así eran los melones que vendía mi
abuela en la Plaza; allí junto a: Valle y Juan; “La Matea”, “La Currindina”,
“El Kiki de Carmelita” o “El tío del azafrán” …
pegadito a la fuente y no muy lejos de “Conchi la tortera”, la de
Armesto, muy jovencita entonces, simpática y de muy agradable trato, con sus
cuñas, y bollos del conde, las tortas de nieto, medias lunas… y su brasero de picón, donde te ponía “al
gusto” las tortas de manteca o los molletes, esos molletes que todavía hoy
hacen en Écija “ruido”, los mejores y más preciados sin lugar a dudas y que
salen de la calle Gameras para fuera del terruño como en las maquinitas de tiro
al plato, “el que los pille pa él”, dicen por Cataluña, Valencia, Madrid o
Bilbao, cuando vuelven a sus casas los que emigraron luego de sus visitas por
la tierra que les vio nacer. En ese ambiente y con “ese vecindario” colocaba su
montón echando la mañana en el negocio, ese que junto a lo que daban la
piarilla de cabras, eran el sustento de la familia.
Mi abuelo amarraba la bestia con su carro por la puerta y entre unos y
otros se descargaba el porte, completando con el sobrante del día anterior y
que ella había dejado en un gran cajón a medias con las hortelanas, la oferta
del día. Ella y mi tío Carlos, entonces un chaval, quedaban al frente de la
venta, mientras mi “Pupá Pepe”, ese abuelo materno, pilar fundamental en mi
crianza y del que no me olvido jamás, ocupaba la mañana en sus paseítos, tratos
y negocios, entre: “La Pesquera” “El Cantarero”, “El Casimiro”, “La taberna Herrera” o la de “Concepción” allá por el Carmen,
cuando iba a dejar la bestia en su casa de la calle Las Flores. Allí tomaría su
primera copichuela de aguardiente y saludaría a su primo “El pavillo” que tenía
la barbería justo en la esquina de frente, en la del Carmen con Bellido. De ahí
se volvería por la calle del Conde, la Plaza y el Salón hasta medio día, que
tomarían todos juntos el camino del melonar, lugar donde yo esperaba, desde que
me dejaran solo antes de amanecer en la guarda y custodia de la “industria”.
Años difíciles, complicados (sobre todo mirado desde la perspectiva de
la vida que llevamos hoy) pero en cierta manera, felices. Había un punto en el
horizonte, que era la referencia, donde en general la gran mayoría
coincidíamos, ese era el que mantenía toda esperanza, que no es poco y con la
fe puesta en toda mejora por llegar se mantenían los ánimos y acaparábamos
fuerza para aguantar el tirón, que tampoco era poco.
La gente del montón, como éramos nosotros, solo teníamos una aspiración
y era: seguir viviendo; los anteriores y recientes tiempos pasados, ya nos
quitaron bastante, dejándonos con lo puesto y algunos en “curichates”, incluido
la vida de tantos de los nuestros que ni siquiera supimos ni el porqué, ni
donde fueron; así que a la vista del muro infranqueable contra el que nos
tropezábamos, no era para malgastar lo que ni siquiera teníamos en “florituras
de ideales”, lo indispensable se convertía en seguir viviendo y esperar
reponerse hasta tiempos mejores.
A la vista y escucha de las opiniones que vierten muchos sobre el
aguante o la cobardía de los que nos tocaron aquellos años, es mejor hacerse el
sordo o “imitar su conocimiento” y no dar cancha en conversaciones o
discusiones, sobre todo si son
expresadas por los “listos” de siempre, los que a voces y de manera
chulesca lo hacen con el codo apoyado en barras de tabernas, los mismos que
llegados el momento, Dios no lo quiera; metidos en “trincheras” echarían los
“cataplines” junto a los harapos de los pies…
vale, vale, que me desoriento y se me va lo olla… andábamos con el tema de la Plaza.
Esa gran alhacena pública, ubicada en el solar del antiguo Colegio de la
Compañía de Jesús, tan buena abastecedora y cercana en el trato con la
clientela y que, desde hace un tiempo, se pelea como gato panza arriba con las
nuevas modas y tendencias del comercio, las mismas que junto a otras, andan
descomponiendo la sociedad y si no encontramos la verdadera reconversión,
funcionaremos como zombis, por no entender ni lo que comemos, ni lo que
compramos.
Algunos aún mantenemos el recuerdo de aquel lebrillo de manteca de “La
Lole” al entrar por la Plaza, ese “mar sobre barro reondo color pimentón y con
la mejor esencia de los recaos que en el mundo háganse o se han hecho para una
exquisita manteca” y que ella repartía con su enorme cuchillo, del mismo modo
que El Cid blandiera la Tizona que le arrebatara al rey Búcar en Valencia,
porque vender siempre fue una pelea y en tiempos difíciles, guerra
abierta. Las chacinas de Pavón y el perfume
del tocino de jamón que vendía el del puesto del reloj y que a modo de incienso
semana santero, esparcía las mejores esencias por todo el “santuario
abastecedor” ¿Del jamón, pa qué nombrarlo? ¡Por Dios qué jamón! Y el chorizo de vela y la
morcilla de Martinillo, a ese que habría que pònerle un nombre de calle cercano
a la Plaza, ese sí se lo merece; como el vocerío a coro de las pescaderías del “Chimiqui”,
“El Boti”, Carmela “La cordobesa” y tantos otros que eran pregones a modo de
cantiñas anunciando ese rinconcito donde Tarifa, Sanlúcar y Huelva entre otras
tantas, tenían escaparate… desde Cortés
a San Antón teníamos huertas con mostradores en La Plaza y el frescor de sus
verduras y el olor de la fruta madura al servicio de las papilas gustativas del
más exigente sibarita; sin olvidarnos de la gandinga, donde había sangre para
encebollarla y ponerla con tomate; callos, sesos, orejas, asadura y todos los
despojos a los que tanto se recurría por aquellos tiempos… ¡Ay la Plaza! Qué poquito queda y ¿de mi abuela y sus
melones…? ese suspiro cuando la nombro y
algunas de mis lágrimas.
Montero Bermudo.
San Juan Despí, en el mes de las
flores de 2.019
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