Otoño y
llueve.
Después de toda una noche de agua, sigue lloviendo; salimos
tempranito y en el mismo filo del rebate de la puerta, hizo pipi mi Lola,
subimos como las balas sacudiéndonos y aquí andamos sentados mirando a través
de la ventana. Cae agua, afloja y aprieta de nuevo, pero no escampa y mientras a nosotros nos
distrae cuanto se mueve fuera, al otro lado de los cristales los bracitos de
mis macetas chorrean sobre los tiestos cuanto les llueve; salpica con fuerza
sobre la baranda y se moja también un descolorido lazo que fue amarillo en una
de las ventanas de frente a la mía y que pasado tanto tiempo, además de la
razón, perdió hasta el tono; dos o tres banderas “incordiantes” con parecido desgaste e igual porfía, chorrean
agua también repartidas por otros balcones y penden de sus barandas luchando
más por aclarar el color y el significado de cuando se pusieron, que por las
razones peregrinas que fueron colocadas.
Un mirlo nervioso
e inquieto huye de la débil vegetación y se escabulle donde puede mientras
busca el sustento, envidiando tal vez a estos que, al lado de mi balcón, andan
presos colgados de una puntilla en sus jaulas y piteando junto a sus comederos;
lo de él será transitorio, los demás morirán en su condena sin haber
sobrevolado más allá de los alambritos o rejas, de donde este “amante de los
animales y la naturaleza” los tiene como recochineo para su capricho ¡Valiente
torpe! Vuela libre y de entre las ramas de la celinda, una ramita de no más de
medio metro que le comprara en el pueblo, mi mujer a la vecina y que después de
unos años, multiplicada en numerosas ramas, se eleva ya por encima de los
tapiales que dividen los patios bajos; marcha en “griterío” hasta una yuca
inmensa donde no encuentra “posada” entre sus puntiagudas hojas… se va, se pierde, el sonido del agua que
golpea todo cuanto compone mi balcón y la ventana, más la distancia que
interpone con las prisas marchándose, me priva de verlo y escucharlo. Ya
vendrá, este lo conozco y anda de continuo por estos patios.
Mi Lola y
yo, con los ojos curiosos e infantiles, aunque tengamos nuestros años, miramos
la bruma que forma el abundante chaparrón y arrimamos las narices a los
cristales, medio empañados ya, para disfrutar de la película que la naturaleza
nos ofrece… se escuchan voces desde la
cocina… la “jefa”, los cristales, el
agua, las manos… ¿Luego haber quien
limpia los cristales, con tanto manoseo? Se rompió la magia, ya no vemos
llover, miramos los cristales de la ventana y en su reflejo solo vemos malas
caras…
Montero Bermudo.
Víspera de todos los Santos y lloviendo, 2.018
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