En
puertas de alguna tormenta.
“… A dos carrillos y engullendo a to
meté, nos habíamos embuchao más, mucho más de la mitad del año, en ná…” Corría el 64, agosto con sus calores nos
despidió con “dos fogonazos” a cada uno en el culo como recuerdo y adentrados ya
en septiembre, pensábamos en alguna que otra tormentilla que rematara la
temporada y pusiera un punto de inflexión entre la canícula agobiante y un
tiempo de respiro, que los cuerpos, aunque uno sea de Écija, se resienten.
Luego quedaría el “veranillo del membrillo”, pero… ni comparación con lo que
quedaba atrás.
Volví de Barcelona cuando terminé el
colegio sobre mitad de junio, para la temporada del melonar; había muerto mi
“Pupá Pepe” (mi abuelo materno) y como
los dejó sembrados, todo siguió igual en la casa, pero faltaba él y, el guarda
que era yo, me había marchado al terminar la temporada casi a final de septiembre del año anterior; total que donde hoy existe
la barriada “El balcón de Écija”, del allá de las vías del tren, la estación, pasado la casilla de Juan “el granaíno” y a dos bandas
del Camino del Físico, me encontraba en mi chozo acompañado de mi perro y un
becerro que teníamos para el engorde hasta terminar el año, cuando se
vendería. Llegó mi tío Carlos “del
pueblo” (esto antes se decía así, pues estaba a las afueras) pasada la hora de
la comida, porque el tiempo amenazaba agua y claro, porque andaba solo desde el
amanecer.
Empezó poco a poco, pero enseguida
caía agua a cántaros, el chozo no se calaba, aunque por debajo iba entrando
agua y abriendo regueros que cruzaban la estancia… ¡Agua, venga agua! Se cerró el día y casi no
se veía más allá de unos metros ¡Más,
más agua! Mi tío se asomó un poquillo y sacando el brazo hacía gestos a un
muchacho que andaba cobijado en otro chozo algo más arriba del camino; un
trocito de melonar, casi pegado ya a los olivos Candonga, que tenía puesto
Antonio “Montilla”, cuyo hijo José Manuel andaba debajo de una pequeña estancia
llena de pollos, los que perdería en el percance y que no quiso venirse con
nosotros. Años más tarde, aquí en estas tierras completaríamos amistad y
convivimos un tiempo de juventud: playas, futbolines, cines y bailes… todavía
nos vemos de vez en cuando porque andamos cerca empadronados.
Apretaba la cosa y aparecía agua por
cualquier agujero, todo eran pequeños “arroyitos” que cruzaban ante nuestro
asombro. Sentados sobre los arreos de la bestia, encogíamos las piernas hasta
dar con las rodillas en la barriga para no mojarnos los pies y cada uno en una
esquinita del aparejo, nos acurrucábamos con un brazo rodeando las costillas
por debajo del sobaco y el otro cruzando el pecho ajustando la camisa al cuello
cerrándole el paso al fresquito que molestaba …
todo estaba encharcado y el agua continuaba arrastrando tierras y lo que
pillara. Poco a poco vimos como uno de aquellos regueros la tomó contra uno de
los postes o pilares del chozo y lo arrancó del lugar desplazándolo… se nos vino la estancia encima y nos quedamos
como en una lobera, asomando las cabezas entre las ramas: mi tío, el becerro,
el perro y yo. No pasó de un susto, porque solo cayó de la parte delantera y
quedamos bajo la cámara que se formó.
Llegarían melones a Puerta Palma, el
agua los arrancó y camino del Físico abajo los arrastró por la calle S.
Gregorio, el Carmen y Colón, quedando algunos, según escuché tiempo después,
flotando delante del cine Astoria, en la Calzada.
Hoy, en vista de la fecha y del
presagio que anuncian los nubarrones (los que pasan por encima cargados de
agua, los otros no quiero ni nombrarlos) que nos rodean, he recordado un ratito
de aquellos tiempos donde la vida, con calor o tormentas repentinas, era mucho
más bonita, tranquila y para mí: libre.
Montero Bermudo.
S. Juan Despí, 3 de septiembre
de 2.018
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