Volver
a casa, un lujo.
Las
tejas morunas que cubren los tejados de mi casa, sobre los canalones
dispuestos bajo el alero, van vertiendo el agua que recogen de la
lluvia y las ramitas con sus semillas o flores de variopintas
hierbecitas, entre las que destacan por su abundancia los jaramagos,
el viento las empuja junto al polvo y a la tierra que se remueve en
la intemperie, todo revuelto, es arrastrado por bajantes y esparcidos
en el aire, más poquito a poco, va bajando hasta cubrir en
abundancia la espigada solería de ladrillos que conforma el suelo
de mi patio. El calor del estío hará otro resto quemando cualquier
mata que quede de vegetación y entre la brisa otoñal y el hurgar
de gorriones, echaran al suelo cuanto sea, hasta completar esa
alfombra que suena a lugar deshabitado y que me encuentro al abrir la
puerta cuando llego.
Demasiado
tiempo hacía ahora que no venía por mi casa y tras el paso de
veranos e inviernos con sus inclemencias y en los que puso énfasis
este último con su lluviosa primavera, me ofreció a la llegada una
visión o “panorama”, donde la “plena naturaleza” hacía
gala sin restricciones ni cortapisas. A decir verdad: algo incómodo
es encontrarse todo ello, después de muchas horas al volante por
esas carreteras, cruzando buena parte del territorio patrio hasta
llegar y tener que recoger tanto, aunque en el fondo hay algo de
poético e íntimo en el encuentro y ello tiene su precio. Una mirada
alrededor, un contenido suspiro de satisfacción y un saludo con el
gesto y la mirada complaciente hacia los encalados y desconchados
muros, puertas, barandas y a todo lo que rodea el interior de “mi
Yuste” como retiro y de manera señalada, a esos pajarillos que
saltan, pitean o cantan y revolotean entre el “herbazal del
barbecho”, saludándome también con la mirada y aceptándome con
toda naturalidad lo mismo que a otro más; como a las dos o tres
parejas de golondrinas que en “modo rayo” cruzan el patio bajando
y subiendo del cielo mientras controlan sus nidos adosados por
rincones de la casa, la que también es suya y sin inmutarse con mi
presencia, aunque me observen.
Han
sido unos días muy relajantes, dedicados a la “meditación” y al
encuentro con uno mismo en una estancia, por fin, con algo más de
libertad. Ya no habría, como siempre, un lunes agobiante y de
tráfico intenso en el que recorrer ese penoso camino de regreso; la
reciente jubilación permite planificar las cosas y los tiempos de
otra manera.
Limitado
al máximo el “aireo” por hermandades y lugares de concurrencias
masivas, he preferido estar más a solas en casa haciendo limpiezas y
pintando algunos rincones que acumulaban retrasos; paseitos con mi
perrita y desayunos con mi niña, los días que vino o con mi primo
Ramón que se lo tenía prometido.
He
podido disfrutar de la tranquilidad a campo abierto en algunos
paseos y comer bien ventilado en la terracita de La Venta del Rey,
mirando los trigos y garrotes de olivos nuevos; dando largas y
libertad a mi Lola por verla saltar. Almodóvar del Rio con su
castillo fue visita gustosamente cumplimentada y en Posadas, pueblo
de nacimiento de mi amigo Francisco Hidalgo y del que recientemente
repasé cuanto pude de su historia con los datos que este “flamenco
maleno” me aportó, nos ofrecieron un buen tapeo y refrigerio que
sirvió como estupendo almuerzo en una tranquila esquina, donde no se
percataron ni tuvieron en cuenta que éramos de Écija ¡Qué bonito!
Cuando todo resulta tan natural, es un placer.
Campanas
de Santa Cruz, como “Diana floreada” cuando el amanecer es
reciente y me envían de su bronce lo más selecto de su sonido.
Alegres y apresurados toques suenan en Las Florentinas que como dulce
estribillo amenizan el despertar; llaman a contento y a rezar, a dar
gracias y a la labor del día y en el aire de mi aposento se funde
la cotidianidad, la música y el canto de golondrinas... solo me
falta llorar.
¡Despierta
que empieza el día! Hasta he podido escuchar: de los pájaros, de
las flores, del tañer de las campanas, de mi canina Dolores y la
alegría “renová”
Montero
Bermudo
Primavera
de 2.018
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