El ciprés, un señor ante el paisaje.
El ciprés, posiblemente uno de los árboles con más porte y
señorío de cuantos pueblan por nuestros alrededores,
quizás uno de los más discretos, nada “ampuloso ni vistoso”, que casi desapercibido nos sirve
y acompaña dando al entorno el toque justo y medido… medida como en todo, ese es su valor. Respetuoso y “educado” ese viejo sabiondo, fortachón y vigoroso que me observa silencioso cuando en mis paseos con la perrita
paso por su vera, torre vigía que cimbrea con la elegancia y la belleza de un
torero citando al natural; valiente y desafiante por su altura, dominador del
aire y del entorno por su belleza, portador de un perfume intenso y tan especial
que cala hondo, pero no agobia ni escandaliza… me atrae con su prestancia y sin pretenderlo
me reclama, más no hago oídos sordo y lo admiro; no sé si él lo sabrá, pero me
encanta su línea, su verde intenso, su forma…
todo el paisaje que preside gana en posibilidades de composición y
belleza y allá donde esté, sin propósito de reclamo, fanfarria o llamadas de
atención, inconscientemente se hace
notar.
Ennoblece cualquier paisaje el viejo ciprés con su presencia,
dando carácter y señorío, cuando su
elegante y vertical figura, sentido inequívoco de vida, hace acto de presencia;
de ramaje compacto y hoja perenne teñida en el más profundo, serio y
matizado de los verdes que ofrece la naturaleza, aporta además importante
apoyo compositivo en la distribución de
líneas que organicen el recreo de una mirada; flexible y entregado en su
hábitat, en su juego con la brisa ofrece matices y distinción de elegancia,
mientras al reto de los vientos propone avenencias sin peleas ni exabruptos; refugio
de pequeñas aves a las que acoge sin distinción, porque es hidalguía con
ventanales y puertas abiertas para quienes la grandeza y dignidad nunca
estuvieron sometidas al disfraz de los tamaños.
Por encima de
tapiales o muros de Camposantos, erguida se asoma la serena esbeltez de su talle,
aquella cual divisa, se ofrece aportando el más hondo de los respetos, custodiando
y ofreciendo a los que a sus pies y en
horizontal reposan, sagrada memoria y dignidad por igual y sin distinción; aquí yacen quienes anduvieron vivos, aún
inmersos en tremendas diferencias, compartiendo, ahora sí, bajo la misma tierra
como sus propias raíces y donde Él hace de Ángel de la Guarda, porque el hombre
y la naturaleza así lo eligieron.
No son pocos los
que ejerciendo de centinelas hacen puerta en recoletas placitas o barreras como
atalayas, entrañables guardianes donde el sentido religioso de moradores tiene
lugar de evocación. Por las lindes y caminos, bordeando divisorias en propiedades, haciendas o alquerías, son
mojones medianeros y en el mar ondulado de la campiña, sobre pequeños
promontorios gallardo y atrevido su estatuario cual obelisco egipcio, hace de fielato
cortando el viento y hasta de veleta si la brisa lo demanda.
El Ciprés, que
tantas veces pintara en mis escarceos por
esos caminos recorridos con los avíos artísticos a cuestas y en el que siempre
encontré un apoyo en la verticalidad, cual mástil de mi navío surcando los
mares de sueños pictóricos y que en estas líneas solo expreso, o lo intento,
algo de lo mucho que le reconozco.
Montero Bermudo.
Escondido de los dichosos petardos, en este inicio de
verano 2.017
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