Tiempos de melonares
Cara al sol, allá por donde sale y se adivina hasta antes de aparecer. Frente a
esa orientación montaba mi abuelo el chozo todos los años en la temporada del
melonar; estíos trascendentales en mi crianza y que me dieron información de lo
que es la vida, cuando de manera incipiente y como el sol por el horizonte,
terminaba de dar comienzo a lo que ya era la mía.
A partir de S. José ya andaba mi “Pupá Pepe” poniendo en marcha la temporada
del melonar; labraba, marcaba, sembraba y cuando las matas levantaban cuatro
dedos del suelo lo aclaraba, es decir, de la almáciga donde había puesto la
simiente, que bien podrían ser tres o cuatro matitas, les dejaba un par de las
que se veían más fuertes; le pasaba la canga para darle un poco de labrado y
para cuando los frutos andaban en proporción o medida de ser contemplados, por
quienes no pusieron interés cuando hubo de trabajarlos… ¡Venga Curriqui! Que ya estamos en el chozo.
Bien podría ser sobre mitad del mes de junio, cercano a las vacaciones
del colegio y creo que algún año, antes de que se iniciaran. Con el carro
cargado de palos de toda clase y medida, unas pocas de guitas de hilillos,
tomizas y cordeles aparecíamos por el melonar y como si de un rito se tratara
se montaba aquel charnaque que sería mi hotel veraniego a plena estancia y para
“volver con los cubos” que diría mi abuelo. Hasta rondando feria (21 de septiembre, más o
menos) no vendría al pueblo, salvo alguna visita de forma breve y esporádica para
que me diera mi madre “la tetita”; así lo refería mi abuela llegado el momento.
Pasaba la noche en casa y a la mañana siguiente corre que te pillo para el
melonar.
Cuando venían de la plaza, normalmente sobre las tres, mi abuela preparaba algo y comíamos, luego ellos se
echaban un poco la siesta y cuando todavía al sol le quedaba algo de “lava
gasificada” salía mi abuela cubierta la
cabeza con su sombrero de palma y debajo, el pañuelo negro que sujetaba cruzado
sobre la barbilla, con un bocadito de vez en cuando para que no se le abriera y
enseguida, mi tío detrás a cortar melón.
Junto con mi abuelo aparejábamos la mula, él se quedaba en el chozo y yo de
reata me la llevaba por medio del melonar en busca de donde andaban los
cortados para ir recogiendo, una vez cargado, junto con mi tío lo
transportábamos al chozo y así se repetía la operación tantas veces como
“material” necesitaran para la venta al día siguiente.
Todo se repasaba y preparaba dejándolo listo para la carga en el carro
al amanecer; cada uno hacía su parte,
cenábamos ya casi sin luz del día (de la artificial ni pensarlo, porque mi
abuelo de noche en el campo no quería luz… era indiscreta) y muchos días, antes
de dormir mi tío y yo nos acercábamos a uno de los chozos cercanos para charlar un poquito con los otros tíos.
Poco antes de amanecer, con la mula metida en las varas andaríamos
cargando el carro y en un visto y no visto…
“que no te duermas, siéntate por la linde que están al pasar la gente
por el camino, las pipas, no tires piedras con la honda por medio de los
melones, que no arranque el cochino la estaca, ponte el sombrero…” se iría
alejando la voz de mi abuelo recordándome la tarea y la silueta del carro con
ellos se iría empequeñeciendo camino del pueblo hasta perderlos de vista. Yo,
como a diario, con los deberes preparados me quedaría en el chozo o en el punto
de vigilancia que tuviera asignado hasta que llegado el momento tocara el del desayuno; un tazón de café de cebada (algunas veces me
dejaba mi abuela unos granitos de café “del bueno” para que los mezclara… un pequeño “lujo” que daba cierto aire
festivo al desayuno de ese día) migado
con pan, muchas veces en el descuido hasta dejarlo espeso y seco como migas… me lo hacía en el infiernillo fuera del chozo;
comida y agua al perro, así como al cochino o becerro
(según el año) lavar las pipas para la siembra del año siguiente y mientras iba
vigilando las simientes extendidas en unos trozos de tabla al sol sobre la
estancia y demás controles, entremezclaba mis ratitos de juego con el perro o,
tendido en el suelo, curioseaba con todo aquello que se moviera en un círculo
que la vista me diera de sí: hormigas, cigarrones, chicharras… el sapo en la poza o el nido de cogujales, cuya
descubridora cada año era mi abuela… “no
lo toques, ni vengas muchas veces, animalitos que su madre te coge miedo y no
vendrá” la bondad personificada era “Carmelita la de Gaspar”, mi abuela.
En observar y fijarme empleaba mi
tiempo, muchas horas solo, me obligó a entendérmelas con la naturaleza, la
estudiaría a diario y con detenimiento, continuo siendo muy curioso, aunque los años me enseñaron que eso
solo no vale.
Montero Bermudo.
Acordándome de mis melones porque
ya es mitad de mayo, 2.017
No solo es bonito tu relato,.aplicando ese vocabulario me transporta a ese momento dejando volar la imaginación. Gracias nuevamente
ResponderEliminarNo solo es bonito tu relato,.aplicando ese vocabulario me transporta a ese momento dejando volar la imaginación. Gracias nuevamente
ResponderEliminarAquellos años fueron cruciales para la vida de un niño, que a fuerza de curiosidad, porque lo llevaba marcado... sabía que nunca podría aprender tanto como deseaba y la vida me esta dando la razón, soy un "D. Nadie", aunque con mucho orgullo de mis raíces. Gracias por tu generosidad.
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