La pátina de la vida.
Como ventana abierta en casa deshabitada, la que al
capricho del viento se bambolea entre el desamparo, la soledad y el infalible destino; sin gobierno posible ni alternativa eficiente
en lo esencial (aunque en ocasiones
cualquiera llegue a creérselo) se pasa una vida; sea quizás más que verdad aquello que siempre se dijo de que: todo está
escrito y lo que ha de ser… será. Solo es posible y “recomendado” dejarse llevar, al tiempo de adaptarse como
mejor se pueda a lo que venga ¡Líbreme
Dios! Que ante mi ignorancia y envuelto
en la duda recomiende yo a nada, quizás los años o la experiencia de lo vivido,
sean lo que te aclare algo sobre el oponerte o no, a lo que de forma inevitable
llega y por inercia incontenible, a uno se le va la boca.
En la vida, como esa vieja ventana
citada, la que en función de las casualidades quedó colocada: casi cerrada, a
medio abrir, de par en par y a capricho variable según sople o no el aire el que
no es otro que la propia existencia; oscilará en vaivenes y chirriaran oxidados
goznes o bisagras en forma de lamentos y quejas, cuando cierto abandono al que
uno es sometido… si, abandono, aunque a veces ande bien disimulado y no lo
parezca; requiera de atenciones, porque
a ello habría derecho, pero solo el
valor material de lo disponible acercará cuidados o mimos y hasta sin
reclamarlos si se dispone, que esto es otro cantar, tanto tienes, tanto vales. Silbará de forma aguda y hasta aullará quejoso
un “espacio” que es vida por el gran vacío del interior… o por lo mismo que es el exceso, pidiendo
salida por las estrechuras entre cachivaches ya en desuso, más todo “viandante”,
hará oídos sordos al crujir de la vieja madera y, al redoble de broncos
portazos, responderá con un desaire por la molestia y hasta ofendido. La
injusticia no se aplica… se delata.
Cuando en los años más hermosos de la niñez,
donde moran los luceros y la luna, eclosionando la verdadera luz y la más
festera de las aleluyas, en pliego albo del alba de la vida se acopian tesoros
descubiertos en primicia, con la limpia consciencia del que aún tiene la verdad
pura, donde no existe la maldad y es por
ello que no se apunta, ni se toma nota (con el tiempo se verá que sí) todo es
deseable y bien venido, todo se mira con exaltación y por el camino animoso del regocijo y la distracción,
discurrirá en un soplo o un “santiamén” esa etapa “invisible” que deja huella como la que más… la única que reverberará cuando la ingenuidad
y la candidez vuelva a ocupar en la propia existencia, allá por el final, el
lugar anterior del “petulante guerrero” que hemos sido, malo o menos malo, si
es que denominar esto es posible.
Poco a
poco ese tiempo de infancia virginal, divertido, bueno e impoluto, donde el
“hombre” ha puesto su ser, pero aún no ha “metido la mano”… ¿Quién ha dicho que hay niño malo? Se torna juventud insolente y jactanciosa, se
acopian también teatrales y grandes historias personales de insignificante
valía, todo será mejor y de mayor importancia en venideros tiempos… hasta llegar la madurez que pondrá algo en
claro “tamaño equívoco” y hasta las puertas de una vejez, correrán las prisas
en reconquista por algo tan propio como valeroso en un imposible que se nos va.
Remozando pernios y pestillos, en una
vida cara al futuro, sanearemos viejos recubrimientos quitando lo suelto y
hasta donde llegue la propia dignidad,
con capas nuevas restauraremos lo que es posible y el tiempo que reste, dará
su lustre aportando esa pátina que da el honor, cuando en ese punto donde uno
se encuentra, lo añejo llega.
Montero Bermudo.
S. Juan Despí
casi a final del invierno de 2.017
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