Arroyo de Benavides.
En cuanto bajan algo las temperaturas anda uno el día encogido, no
sabes dónde meterte ni que trapos echarte encima y te acuerdas del verano…
aunque los verdaderos estíos
fueron aquellos que cuando chico vivimos algunos allá por las tierras de Écija: “La sartén de Andalucía”, exenta de
todo tipo de modernidades, sin neveras, ventiladores ni aparatos de “aires” y donde la calor fue siempre
compañera infatigable de sus largos veranos y que a muchos nos haría refractarios en nuestra
crianza. A mí la calor en abundancia me molesta, pero el frio no lo sé llevar… me
acuerdo de algunas fechas calurosas
entre la carretera de Osuna y Los Gallardos, todo el arroyo de Benavides con
las cabras…
Ahuyentando asombradas cogujadas por mitad del rastrojo corrían cochinos, hasta perderse confundidos entre las
pequeñas barrancas y matojos del arroyo, el porquero dando voces y a chiflidos
a duras penas gobernaba a los verracos, entretanto, parsimonioso y fulgurante un sol que
achicharraba por el cielo discurría y un revuelo de perdigones, que más que
volar, entre eneldos correteaban cuando al paso nos salían; el perro, animoso y
juguetón, saltaba, se entusiasmaba y los
perseguía; aguilillas o cernícalos detenidos en su vuelo, haciendo cerco
planeaban ojo avizor y en vertical, a la espera de su presa; mi tío, resguardado bajo su vitalicia gorra campera, con
los brazos en cruz echados sobre el garrote que a lo ancho de los hombros
apoyaba, cual gastador o guía, iba
delante de un puñado
de cabras y yo, envuelto en la piara vigilaba
la linde, buscaba nidos y mirando cuanto se movía del invento de la vida
hacía mi entretenimiento; mientras, el sol seguía su tarea y apretaba de lo
lindo dejando en el aire chiribitas como
pequeñas serpentinas encendidas.
Que husmeara el perro inquieto e incansable era una constante y siguiendo rastros de otras vidas en circulación
se inventaba sus juegos; de paso como resortes verdosos y pardos hacía saltar
cigarrones sin itinerarios previsto; las cabras ramoneaban y, como nosotros, la vida
seguía su curso a la búsqueda de un mañana para repetir poco más o menos lo mismo.
Al otro lado del arroyo, seco y
casi polvoriento por aquellas calores
del estío, sobre una pequeña planicie se
levantaban los vetustos y encalados muros del cortijo, amarrado a una pequeña
estaca un aburrido perro nos observaba parapetado del sol bajo una pequeña
estancia de tarajes y taramas, de la que entraba y salía diligente de vez en cuando y
nos ladraba a modo de telegrama mandando noticias de su existencia; algunas gallinas merodeaban escarbando y
picoteando el terreno y junto
a la puerta del cortijo, discurría paralelo a los blancos tapiales un largo cordel apuntalado con dos garrotes retorcidos, donde
la mujer del aperaor con suma destreza fijaba los alfileres que sujetaban la ropa tendida.
Con asiento preferente en aquella
platea del teatro de la existencia, los brazos apoyados en el pretil con el infantil
ansia de acercarme aún más de lo que ya
estaba al escenario que la naturaleza
ofrecía ante mí, sin doblajes ni
censuras: la belleza de todo cuanto me
rodeaba, amenizado por la disciplina impuesta de aquel sol que nos alumbraba y daba en definitiva la
veracidad y grandeza de los hechos allí
representados.
¡Benavides qué calores! Veranos de mi niñez que nunca se me olvidaron
y donde la ilusión y la fe en el devenir, suplían las duras horas de sol, la
poca agua o ninguna y la resistencia o puesta a prueba hasta niveles que Dios sabrá… ojos de aquella edad que vieron tan dura
vida, la que a fuerza de voluntades y conformismo
por la confianza puesta en tus mayores
que así te lo inculcaban y que a estas
alturas pasa uno revista de vez en cuando sin salir del asombro.
Montero Bermudo.
S. Juan Despí, en momentos quizás
más duros que aquellos, 2.016
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