campiña ecijana

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lunes, 25 de enero de 2021

soñando con el agua


 

Noche de mucha sed…   no se puede cenar tanto.

     “No vaya bebé de cuarquié sitio ener campo…   quhetá tó e lagua envenená”.  Con esa amarga contundencia, expresada por un hombre que sabía y conocía como nadie el terruño de donde él mismo ya formaba parte, me ponía en sobre aviso aquel que fuera el más recordado de mis tíos, con el que me crie en el campo y del que siguen aflorando recuerdos y enseñanzas, hasta en los sueños. Mi tío Antonio, siempre que nos veíamos, hablábamos y me ponía al corriente de la “vida”, la suya, lo suyo…  y en tantas de aquellas ocasiones en las que, volviendo de visita a Écija y recorría caminos y cañadas, o los alrededores del río buscándolo junto a su piara de cabras, tocaría esta advertencia o indicación ¡Qué lástima! Que mala sensación la de aquellos augurios que, venidos de él, cuando menos estarían muy próximos a una realidad, por extraña que ahora me suene al recordarla. Quiero pensar y deseo que aquellos “niveles” de contaminación en las aguas, se hayan superado y los “líquidos y polvos” contra cualquier plaga estén controlados. Él, además de cabrero y hombre de campo, era un sabio que escribía y leía “poco y malamente”, no entendía de aritmética ni de números, los tiempos que le tocó no andaban para esos “lujos”, pero ¿de la vida y buscársela en plena naturaleza, de animales y de su hábitat? era un “perito experimentado”, tenía unos conocimientos de ese mundo que le rodeaba y donde se movió toda su vida, tan grande, que solo podrían ser comparados al “tamaño” del corazón o la sensibilidad humana, en la que poseía “doctorado”. A saber, por dónde hubiera salido en estas fechas, cuando se detectó que el agua que llegaba a las casas, tan “cuidada y limpia”, junto a los controles, exigencias y modernidades de ahora no se podía beber… también venía “envenená” ¡Vaya por Dios!     

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     Con la cabeza revuelta por mor del guirigay soportado después de una noche agitada, donde no me fue posible dormir más allá de unas breves cabezadas, me levanté esta mañana. ¿La culpa?  Ese descuido en el control a una cena, que por exquisita resultó en demasía, cosa no recomendada y que me hizo pasar incomodidades, sin permitir un descanso como es debido. Sed, mucha sed y pesadillas o sueños relativos a la necesidad del líquido elemento, de ahí, esos trailers o flahes de la película de mis sueños y que aún seguirían al despertar, reiterando tantos recuerdos a esos tiempos cuando se pasaba mal y en cierta forma, había que saberla buscar.

     Soñaba yo con algunas de aquellas pozas o veneros, donde apaciguaba tantas veces la sed, bien conocidas y localizadas por todos aquellos que andábamos de constante buscándonos la vida en plena naturaleza. Eran muchas y repartidas por todo el término, algunas quizás, hasta algo escondidas para el que a “pasos largos” merodea por el campo, pero no para aquel que escudriña de mata en mata sin dejar terrón, taraje o manantial por remover y averiguar, ya que en ello estribaba su existencia.   En esta ocasión o ajetreada noche, se fijó en mí…  no sé qué dato o referencia encuadraría la cuestión en ella, en un venero existente allá por las “Hazas o dehesas del Gobierno” (esta definición nunca la tuve clara) lugar destinado, según entendí siempre a: pastoreo, muladar y recogimiento de bestias que venían para las ferias y que estaba situado justo antes de empezar la Cañada del Cucarrón, casi de frente también a la Prensa de Vega y a la orilla derecha de la carretera que va a Cañada del Rosal (el del, se llevaba antes, luego se lo quitaron…  los tiempos aclaran cosas o las enturbian) y justo ahí, a partir de este venero, un arroyo daba comienzo formando una gran hondonada o barranca que, recogiendo, toda agua que pillara en su discurrir, correría alegremente entre mastrantos y berros a verterlas en el Genil, por los alrededores de Cortés.

     A modo de “ombligo” sobre el terreno, un cercado de hierbas custodiaba y rodeaba el lugar, dando aviso a “necesitados” de su existencia y de cuyo verde y frondoso rodal, pendía un arroyuelo que, obligado en mimetizar el desnivel del terreno, corría haciendo camino y hendidura al tiempo que repartía vida.

     Era una especie de redondel pellizcado en dirección por donde vertía, todo de arena limpísima, cuyos granos más gorditos en su centro, empequeñecían al abrirse el círculo. Brotaban cuadraditas chinas como “guijarros de piedras preciosas”, pequeños trocitos de nácar, entre bermejas y rubias que, al “hervor” y empuje del agua al fluir, saltaban graciosas y alegres dando juego al más puro sentido de la vida. Era como un rito acercarse a beber y como haciendo reverencia, clavaba una rodilla en el suelo, estirando la otra y el cuerpo que, ayudado por las palmas de las manos, permitía en su flexión acercar la boca al agua, no sin antes recrear la vista, ya de bien cerca, para el disfrute de libar y cuidar de sanguijuelas.

  Arroyo abajo se careaba el ganado y a la orilla del agua y los mastrantos, por donde marchaba con mi garrote parsimonioso, junto a las cabras y al perro, llegaban los cánticos de gañanes que allá arriba se quitaban las penas detrás de las yuntas. “Yo soy un hombre del campo, no entiendo ni sé de letras…”  era lo último que había en boga y la juventud de aquellos zagalones estaban al “loro”.

Montero Bermudo.

Después de una mala noche y en tiempos de un mal virus…   enero de 2.021

 

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