campiña ecijana

campiña ecijana

lunes, 14 de septiembre de 2020


 


     Buscando setas en Jaca

       Como estos Bermudo, el que no sea igual que este, ni lo toques”. Así de esta contundente forma me explicaron aquellos compañeros qué setas podía, o no debía de coger.

       Ya bien entrado septiembre de aquel 1.975, a falta de solo un puñado de días para licenciarme del servicio militar y que sería el 21 (san Mateo) habíamos quedado un grupo de los veteranos, todos del reemplazo de julio, compañeros en la 2ª de la Escuela Militar de Montaña y que, a modo de celebración por la próxima licencia, quedamos en echar un día de fiesta a pleno campo. Sería domingo y además aquel mes, la compañía tenía cocina y, por tanto, acceso a comidas y viandas de cualquier clase... en confianza: esto siempre entre nosotros y sin que se enterara nadie. Después del desayuno, algo de misa y la revista para salir de paseo; de aquellos que habíamos planteado el tema, unos se quedarían con su obligación en cocina hasta preparar la comida de medio día y otros cuantos, salimos con un par de coches hasta las faldas del Oroel. Allí, tal como acordamos nos repartiríamos por parejas y cada uno con su bolsa o lo que lleváramos, buscaría todos los robellones (níscalos, de tonos ocre rojizo, de ahí su nombre) que pudiera, luego a medio día, sobre la hora acordada, nos reuniríamos con aquellos que quedaron trabajando y que nos traerían: comida variada, vino, pan, postres…  más los robellones que encontráramos, que los haríamos en un fuego a tierra, que ya tendrían preparado otros de los que se escaparan un poquito antes de la cocina. El lugar acordado estaría a unos cuatro kilómetros largos, a mano derecha, en dirección a Sabiñánigo, justo aprovechando una esplanada pedregosa a dos o trescientos metros de la carretera y a orillas de un riachuelo que cruzaba por debajo de un puente y que traía aguas desde más allá de Guasa, para verterlas en el río Gas, las mismas que por allá donde íbamos al tiro en las Batiellas, bien abajo de Jaca, se las devolvería al Aragón.

      Pues allí metidos entre bosques, bajo el imponente cortado de la Peña Oroel, dejamos los coches aparcados en unos rellanos o huecos, separado algo de la carretera y nos dispusimos al “trabajo”.  Lo hicimos por parejas, cada uno en dirección distinta, después de acordar la hora cuando debíamos juntarnos nuevamente, junto a los vehículos. Primero dijeron de buscar alguno por alrededor para enseñarme a mí, que era el novato, lo que tenía que coger; no había ido nunca a por setas;  yo de espárragos y collejas o cardillos sí, pero de esto ni idea, así que viendo el primero, me lo aclararon poniéndomelo cerquita de la nariz para que lo viera: “¡¡no se te ocurra otra cosa eh!!” y con la “enseñanza acelerada” salimos los dos hacia donde nos pareció. Busca que te busca, venga caminar… poca cosa, no aparecía ninguno, al final, después de mirar un montón, uno, luego a las diez vueltas otro, pero muy chico…  el otro compañero se lamentaba de la elección del camino tomado por nosotros “aquí no hay robellones, no han salido todavía…”.  Íbamos por una ladera sombría, en cuya bajada, al final cruzaba un pequeño arroyo y me di cuenta que allí al otro lado, daba algo el sol, por estar orientado al este - esto creo yo que serán cosas como los espárragos, me dije – y le indiqué al compañero que me iba por el ribazo del otro lado del arroyo, él dijo que no cruzaba aquella maleza, que seguiría en dirección hacia arriba. Terminé de bajar, crucé con algo de dificultad: enredos de zarzas, yerbajos, algo de agua, piedras…   y enseguida los vi aparecer, fui cogiendo, uno aquí, otro allá, otro, otro…  ya no los cogía todos, solo aquellos que me gustaban por la forma y medida, el compañero se perdió de vista y no respondió a mis llamadas, aquello estaba sembrado, los había de todos los tamaños y a rodales, tiré la bolsa y la cambié por un saco de plástico que vi y fui echando seleccionando lo que más me gustaba, al final, ni tenía manos ni nada para seguir cogiendo, así que me dispuse a buscar salida por el otro lado del arroyo para irme en dirección de donde partimos. No sé cuántos llevaba, pero el saco me llegaba algo menos de la cintura, abierto y cogido de un pellizco, más la gorra de granito en la otra y que también la llené con cuantos cabían; cuando conseguí cruzar, que me costó traspasar la maleza, subí hasta la carretera y solo aparecer, los coches que subían se quedaban con cara de asombro e incluso algunos pararon ¿De dónde has sacado eso? Decían, yo le señalaba y seguía hasta que llegué al coche. Allí aparecieron los demás y con cara de bromas e ironías se reían conmigo.

     Terminamos todos juntos allí abajo junto al riachuelo, muertos de risa con las cosas de Bermudo (me llamaban así, porque mi segundo apellido, era menos conocido y para ellos más pegadizo) de bromas, contentos por el día de fiesta, los robellones, el fuego y el vinillo fresco que trajeron. Luego cuando nos cansamos de comer y “guarrear” con los robellones (había hasta para tirar al aire) de beber y de reírnos de todos y con todo, nos fuimos unos para preparar la cena en el cuartel y los otros de tonteo por Jaca. Al final del paseo, ya de noche, pasaríamos retreta y cuando tocaron silencio, nos escabullimos por detrás de las compañías para encontrarnos en las cocinas. Estábamos estrenándolas, se habían quemado, junto con los comedores, unas quintas antes y ahora estaban ya en marcha y nuevas; llenamos la plancha de robellones, que era enorme y unos por aquí, otros por allá, entre botellas de vino y setas, estaríamos hasta sabe Dios cuando, yo al final, ya cansado de comer y reírme, me marché para la compañía a dormir, no sin antes coger un papelón lleno de robellones y una botella de vino fresquita, para mi amigo Nemesio Sayago, que le había tocado la primera imaginaria. Cuando entré por los dormitorios, todo el mundo en silencio, algunos parecían cafeteras y otros esparciendo a modo de incensario o botafumeiro, el perfume a pies que inundaba toda la nave, mi compañero, echado contra un rincón de forma estratégica, para verlas venir….   “Neme, toma, están buenísimos, come…” le dije procurando no ser oído mucho en el silencio del momento y se quedó sentado en el suelo, con el papelón de setas entre las piernas y la botella de vino al lado. Ya tenía el relevo cerca y lo dejé comiendo y bebiendo a dos carrillos, desde allí con la manita me despedía haciendo  gestos  sonriente, mientras yo de igual forma, fui buscando la “madriguera” y me metí en la piltra.

 Montero Bermudo

Recordando un septiembre de hace mucho y pensando en unos robellones. 2.020

 

 


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