campiña ecijana

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sábado, 11 de mayo de 2019

Mi Abuela, sus melones y la Plaza




Mi abuela, sus melones y otras cositas de la Plaza.
     Dulces como el almíbar de miel, así eran los melones que vendía mi abuela en la Plaza; allí junto a: Valle y Juan; “La Matea”, “La Currindina”, “El Kiki de Carmelita” o “El tío del azafrán” …  pegadito a la fuente y no muy lejos de “Conchi la tortera”, la de Armesto, muy jovencita entonces, simpática y de muy agradable trato, con sus cuñas, y bollos del conde, las tortas de nieto, medias lunas…  y su brasero de picón, donde te ponía “al gusto” las tortas de manteca o los molletes, esos molletes que todavía hoy hacen en Écija “ruido”, los mejores y más preciados sin lugar a dudas y que salen de la calle Gameras para fuera del terruño como en las maquinitas de tiro al plato, “el que los pille pa él”, dicen por Cataluña, Valencia, Madrid o Bilbao, cuando vuelven a sus casas los que emigraron luego de sus visitas por la tierra que les vio nacer. En ese ambiente y con “ese vecindario” colocaba su montón echando la mañana en el negocio, ese que junto a lo que daban la piarilla de cabras, eran el sustento de la familia.
     Mi abuelo amarraba la bestia con su carro por la puerta y entre unos y otros se descargaba el porte, completando con el sobrante del día anterior y que ella había dejado en un gran cajón a medias con las hortelanas, la oferta del día. Ella y mi tío Carlos, entonces un chaval, quedaban al frente de la venta, mientras mi “Pupá Pepe”, ese abuelo materno, pilar fundamental en mi crianza y del que no me olvido jamás, ocupaba la mañana en sus paseítos, tratos y negocios, entre: “La Pesquera” “El Cantarero”, “El Casimiro”,  “La taberna Herrera”  o la de “Concepción” allá por el Carmen, cuando iba a dejar la bestia en su casa de la calle Las Flores. Allí tomaría su primera copichuela de aguardiente y saludaría a su primo “El pavillo” que tenía la barbería justo en la esquina de frente, en la del Carmen con Bellido. De ahí se volvería por la calle del Conde, la Plaza y el Salón hasta medio día, que tomarían todos juntos el camino del melonar, lugar donde yo esperaba, desde que me dejaran solo antes de amanecer en la guarda y custodia de la “industria”.
     Años difíciles, complicados (sobre todo mirado desde la perspectiva de la vida que llevamos hoy) pero en cierta manera, felices. Había un punto en el horizonte, que era la referencia, donde en general la gran mayoría coincidíamos, ese era el que mantenía toda esperanza, que no es poco y con la fe puesta en toda mejora por llegar se mantenían los ánimos y acaparábamos fuerza para aguantar el tirón, que tampoco era poco.
     La gente del montón, como éramos nosotros, solo teníamos una aspiración y era: seguir viviendo; los anteriores y recientes tiempos pasados, ya nos quitaron bastante, dejándonos con lo puesto y algunos en “curichates”, incluido la vida de tantos de los nuestros que ni siquiera supimos ni el porqué, ni donde fueron; así que a la vista del muro infranqueable contra el que nos tropezábamos, no era para malgastar lo que ni siquiera teníamos en “florituras de ideales”, lo indispensable se convertía en seguir viviendo y esperar reponerse hasta tiempos mejores.
     A la vista y escucha de las opiniones que vierten muchos sobre el aguante o la cobardía de los que nos tocaron aquellos años, es mejor hacerse el sordo o “imitar su conocimiento” y no dar cancha en conversaciones o discusiones, sobre todo si son  expresadas por los “listos” de siempre, los que a voces y de manera chulesca lo hacen con el codo apoyado en barras de tabernas, los mismos que llegados el momento, Dios no lo quiera; metidos en “trincheras” echarían los “cataplines” junto a los harapos de los pies…   vale, vale, que me desoriento y se me va lo olla…   andábamos con el tema de la Plaza.
     Esa gran alhacena pública, ubicada en el solar del antiguo Colegio de la Compañía de Jesús, tan buena abastecedora y cercana en el trato con la clientela y que, desde hace un tiempo, se pelea como gato panza arriba con las nuevas modas y tendencias del comercio, las mismas que junto a otras, andan descomponiendo la sociedad y si no encontramos la verdadera reconversión, funcionaremos como zombis, por no entender ni lo que comemos, ni lo que compramos.
     Algunos aún mantenemos el recuerdo de aquel lebrillo de manteca de “La Lole” al entrar por la Plaza, ese “mar sobre barro reondo color pimentón y con la mejor esencia de los recaos que en el mundo háganse o se han hecho para una exquisita manteca” y que ella repartía con su enorme cuchillo, del mismo modo que El Cid blandiera la Tizona que le arrebatara al rey Búcar en Valencia, porque vender siempre fue una pelea y en tiempos difíciles, guerra abierta.  Las chacinas de Pavón y el perfume del tocino de jamón que vendía el del puesto del reloj y que a modo de incienso semana santero, esparcía las mejores esencias por todo el “santuario abastecedor” ¿Del jamón, pa qué nombrarlo?  ¡Por Dios qué jamón! Y el chorizo de vela y la morcilla de Martinillo, a ese que habría que pònerle un nombre de calle cercano a la Plaza, ese sí se lo merece; como el vocerío a coro de las pescaderías del “Chimiqui”, “El Boti”, Carmela “La cordobesa” y tantos otros que eran pregones a modo de cantiñas anunciando ese rinconcito donde Tarifa, Sanlúcar y Huelva entre otras tantas, tenían escaparate…  desde Cortés a San Antón teníamos huertas con mostradores en La Plaza y el frescor de sus verduras y el olor de la fruta madura al servicio de las papilas gustativas del más exigente sibarita; sin olvidarnos de la gandinga, donde había sangre para encebollarla y ponerla con tomate; callos, sesos, orejas, asadura y todos los despojos a los que tanto se recurría por aquellos tiempos…   ¡Ay la Plaza!  Qué poquito queda y ¿de mi abuela y sus melones…?  ese suspiro cuando la nombro y algunas de mis lágrimas. 
Montero Bermudo.
San Juan Despí, en el mes de las flores de 2.019

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