campiña ecijana

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lunes, 3 de septiembre de 2018

Vuelven los nubarrones


En puertas de alguna tormenta.
          “… A dos carrillos y engullendo a to meté, nos habíamos embuchao más, mucho más de la mitad del año, en ná…”  Corría el 64, agosto con sus calores nos despidió con “dos fogonazos” a cada uno en el culo como recuerdo y adentrados ya en septiembre, pensábamos en alguna que otra tormentilla que rematara la temporada y pusiera un punto de inflexión entre la canícula agobiante y un tiempo de respiro, que los cuerpos, aunque uno sea de Écija, se resienten. Luego quedaría el “veranillo del membrillo”, pero… ni comparación con lo que quedaba atrás.
         Volví de Barcelona cuando terminé el colegio sobre mitad de junio, para la temporada del melonar; había muerto mi “Pupá Pepe”  (mi abuelo materno) y como los dejó sembrados, todo siguió igual en la casa, pero faltaba él y, el guarda que era yo, me había marchado al terminar la temporada  casi a final de septiembre  del año anterior; total que donde hoy existe la barriada “El balcón de Écija”, del allá de las vías del tren,  la estación, pasado la  casilla de Juan “el granaíno” y a dos bandas del Camino del Físico, me encontraba en mi chozo acompañado de mi perro y un becerro que teníamos para el engorde hasta terminar el año, cuando se vendería.  Llegó mi tío Carlos “del pueblo” (esto antes se decía así, pues estaba a las afueras) pasada la hora de la comida, porque el tiempo amenazaba agua y claro, porque andaba solo desde el amanecer.
         Empezó poco a poco, pero enseguida caía agua a cántaros, el chozo no se calaba, aunque por debajo iba entrando agua y abriendo regueros que cruzaban la estancia…   ¡Agua, venga agua! Se cerró el día y casi no se veía más allá de unos metros  ¡Más, más agua! Mi tío se asomó un poquillo y sacando el brazo hacía gestos a un muchacho que andaba cobijado en otro chozo algo más arriba del camino; un trocito de melonar, casi pegado ya a los olivos Candonga, que tenía puesto Antonio “Montilla”, cuyo hijo José Manuel andaba debajo de una pequeña estancia llena de pollos, los que perdería en el percance y que no quiso venirse con nosotros. Años más tarde, aquí en estas tierras completaríamos amistad y convivimos un tiempo de juventud: playas, futbolines, cines y bailes… todavía nos vemos de vez en cuando porque andamos cerca empadronados.
          Apretaba la cosa y aparecía agua por cualquier agujero, todo eran pequeños “arroyitos” que cruzaban ante nuestro asombro. Sentados sobre los arreos de la bestia, encogíamos las piernas hasta dar con las rodillas en la barriga para no mojarnos los pies y cada uno en una esquinita del aparejo, nos acurrucábamos con un brazo rodeando las costillas por debajo del sobaco y el otro cruzando el pecho ajustando la camisa al cuello cerrándole el paso al fresquito que molestaba …  todo estaba encharcado y el agua continuaba arrastrando tierras y lo que pillara. Poco a poco vimos como uno de aquellos regueros la tomó contra uno de los postes o pilares del chozo y lo arrancó del lugar desplazándolo…  se nos vino la estancia encima y nos quedamos como en una lobera, asomando las cabezas entre las ramas: mi tío, el becerro, el perro y yo. No pasó de un susto, porque solo cayó de la parte delantera y quedamos bajo la cámara que se formó.
         Llegarían melones a Puerta Palma, el agua los arrancó y camino del Físico abajo los arrastró por la calle S. Gregorio, el Carmen y Colón, quedando algunos, según escuché tiempo después, flotando delante del cine Astoria, en la Calzada.
        Hoy, en vista de la fecha y del presagio que anuncian los nubarrones (los que pasan por encima cargados de agua, los otros no quiero ni nombrarlos) que nos rodean, he recordado un ratito de aquellos tiempos donde la vida, con calor o tormentas repentinas, era mucho más bonita, tranquila y para mí: libre.
Montero Bermudo.
S. Juan Despí, 3 de septiembre de 2.018

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