Cosillas
de Cañatos
A veces me entretengo en contar
cosas de mi barrio y algunos, por incrédulos piensan que son exageraciones mías
o visiones en broma, ocurrencias…
En la casa de vecinos donde me crie,
allá en Cañatos, entre tantos de los que convivíamos había un “perla” algo
mayorcito que yo, que cuando “no estaba encerrado, lo buscaban”. Recuerdo una
vez que con toda la calor de un mes de
julio, a la hora de la siesta para más inri, se fue con otro compañero de la calle Barrasa, “Gamo” al hombro camino
de donde fuera, con tal de inventarse algo que diera riendas suelta a sus ansias
por multiplicarse. Tomaron para la plaza
de toros y se fueron más allá de “Los Azules” y de la Almazara, cuesta arriba
por donde la polvera del agua en lo que
entonces comprendía la carretera vieja de Sevilla, allí bajo los algarrobos se
pasaron la mitad de la siesta con la escopeta de plomillos echada sobre el
hombro y el cachete sobre la culata, apuntando hacia arriba bizqueando un ojo,
la boca en sentido vertical y medio abierta con el labio de arriba en forma de hoz
, cabestro de babas barriga abajo hasta la portañuela … hasta que se le durmieron los músculos del cuello de la tirantez, esperando
apareciera por cualquier rama pájaro alguno, cosa que no sucedió y seguramente
porque alguien les avisó cuando los vio llegar; de todas maneras los animales
tienen un sentido especial de prevenir el peligro y andarían por La Venta el
Rey, por lo menos. Allí los únicos pájaros que rondaban eran ellos y al final,
hartitos de mirar cara arriba, se pusieron nerviosos terminando a tiros entre
ellos mismos y con tan mala fortuna que en uno de ellos se alcanzaron, aunque
solo fue un poco, cosa rara de todas formas porque malos de puntería lo eran,
pero esta vez hubo suerte y aunque no del todo a mi vecino le dio el compañero
de fatigas un plomillaso por el filo de la oreja abriéndosela en dos, cosa que
se la dejara como andan algunas cabras con sus marcas y pillándole un nervio de
resvalín en el lateral de la cabeza y que por mor de ello desde entonces le
daban como unos ataques epilépticos, sin llegar del todo a ello, pero molestoso
y que le hacían de vez en cuando salir riendo sin tener porqué y la boca se le torcía algo cuando hablaba,
así como el ojo de esa parte que le lloraba de constante y hacía guiños
intermitentes, el habla no le afectó aunque ya de por sí mal hablado lo era. No
le pudieron sacar el balín por miedo a que fuese peor y de vez en cuando el plomo se le movía de tal forma que le
daban como unos calambres dejándole paralizado el semblante por momentos y con los ventanillos
de la nariz de frente, cosa que le
afeaba he incluso servía de guasa en el
vecindario llegando a ser conocido como “El lechón del plomillaso”.
En la Casa de Socorro lo atendieron haciendo
lo mejor que se pudo y ya D. Antonio le dijo a la madre que había tenido mala
suerte, cosa que no entendió, por muy de Cañatos que fuera y que el niño, con
sus defectillos, seguiría con una vida normal, cosa que tampoco supo
interpretar la pobre, pero que la vida
sigue… y como dice aquel: no pasó nada.
Montero Bermudo.
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