campiña ecijana

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sábado, 27 de septiembre de 2014

Por cierto, hablábamos de Cañatos…


Por cierto, hablábamos de Cañatos…

 

…Tenía mi  casa su típico zaguán, donde sus vigas de palos de castaño y sus ladrillos tendidos por tablas, techaban la más que agradable entrada; era cuadrado, espacioso,  grande y como su adintelada puerta, estaba centrado en medio de la fachada. Servía también de “local comercial” a una anciana vecina llamada Currita y que con su cajoncito de madera apoyado en la rosca de ladrillos que daba forma a su sólido rebate, vendía pipas y chucherías. Cincuenta  y tantos años después, aún recuerdo con nitidez su  bella y encorvada figura y los consejos tranquilizadores que ofrecía frecuentemente la centenaria  mujer a mi madre, tras cualquiera de mis múltiples travesuras.

Rosarillo, no te preocupes por eso,  los niños chicos tan malos, de grandes son los más buenos…   a la pobrecita no se le iba de la cabeza el suyo, al que mataron en la “otra guerra”, según comentaba ella; en la de Marruecos quería decir.

Tenía un patio central, de blanqueadas paredes, sencillo de construcción pero siempre limpio y muy luminoso, el suelo alisado con una capa de cemento, posiblemente echado sobre la vieja solería empedrada, tenía un pozo en el medio con el brocal de mampostería blanqueado también como las paredes. Lo utilizaban  las vecinas para las necesidades del aseo, lavado de ropas, riego de plantas y demás menesteres; excepto para beber, que para ello  la cogían  de la fuente que existía y sigue existiendo frente a la casa,  o del popularmente conocido Antonio, que por dos gordas  (veinte céntimos de peseta) te traía un cántaro.

 

Según se entraba a la derecha, había un cuartito que ocupaba el hueco de la escalera y poco más, donde vivía Manuela, que como no tenía niños       (así lo creo pues nunca  he recordado a ninguno) era la que  me echaba una miradita cuando mi madre tenía que hacer los lógicos “mandaos”,  ven que te voy a peinar un poquito…” y en peinándome, la fiera dominada.

A la derecha del patio y justo después del cuarto de Manuela, centrada en el hueco que quedaba existía una columna de mármol con su basa y su capitel sosteniendo dos arcos de medio punto con apoyo  lateral por parte de cada uno de ellos sobre la pared; esto  daba cobijo bajo techado a un distribuidor,  desde donde partía  la escalera que subía a la planta de arriba y  allí mismo se encontraba la puerta de Lola la  hortelana, contigua a la escalera, ella tenía más espacio y además tenía una pequeña tienda de hortalizas con una puerta por donde atendía a la clientela  y que daba  a la calle Cañaveralejos , como la principal de la casa, pero más chica, haciendo esquina con la calle Empedrada  a donde  tenía ventana.

                                               

 La puerta de nuestra vivienda, se encontraba también  en ese distribuidor, a la izquierda pasando los arcos, un cuarto de proporciones medianas tirando a chico, que mi madre tenía dividido en dos con una cortina de saco, para separar la zona donde dormíamos los unos y los otros, a un lado mis padres en su cama con su colchón de “sayos”,   bajo la misma una escupidera y una palangana,  junto a ellos,  el retoño último en una pequeña cuna y al otro lado los demás incluido yo, sobre una especie de somier  apoyado en unas  tablas plegables o dos sillas, lo que vulgarmente se conocía como un camastro o catre  que por las mañanas lo recogía mi madre y por la noche lo montaba, era cuestión de economizar el espacio, no había más.

 

 En las paredes recuerdo colgadas dos láminas coloreadas al estilo de la época, enmarcadas cada una de ellas con moldura de media caña de color  caoba acharolado y fileteado con una filigrana en oro. Eran tan bonitos…   uno representaba al ángel de la guarda que cuidaba  de un niño que  con los ojos vendados intentaba cruzar un paso nivel del tren, a lo lejos se apreciaba la llegada del mismo, seguido por una niña, que deduzco sería su hermana. Y el otro con una figura femenina, bellamente vestida con su pamela y adornada de lazos, en un entorno ajardinado donde además de  la variedad de  flores correspondiente,  había una escalinata bordeada por balaustrada y  rematada en un clásico pedestal que sostenía una artística  y vistosa maceta, cargada de flores.

 

 En la pared de la derecha un cómoda de color oscuro cubierta de mármol de color blanco  veteado en  gris. Sobre la misma una polvera, una barra de labios, un bote de colonia con su perilla para pulverizar: Madera de Oriente, Tabú o Embrujo de Sevilla, eran  de las que estaban de moda y las que  traía Basilio, un vendedor muy conocido por el barrio  que provisto de su canasto de mimbre y la gracia innata de la gente de mi tierra  las vendía al por menor, o sea  que con un embudito pequeño y con sus medidas  surtía  a las mujeres de la cantidad que les venía bien pagar;  un bote de brillantina, un peine, dos figuritas de porcelana ( que le regaló a mi madre mi bisabuela Dolores cuando se casó y de las cuales conservo una) . Sobre la misma y colgado en la pared, un espejo.

 

En el rincón un cántaro de barro blanco, el del agua  para beber, lugar escogido por mí  para esconder el peine…

El techo como toda la casa, de vigas de palos y ladrillos tendidos, luego blanqueados y el suelo con ladrillos a la palma, gastado de tanto uso y de color rojo oscuro, producto de la mezcla del suyo  y del que les ponían  las mujeres durante el aljofifado y al que le agregaban los típicos polvos coloraos.

 En la puerta del cuarto ponía mi madre el   infiernillo de carbón, con el que apañaba la comida.

 

 Fuera, en el capitel de la columna, tenía mi padre sujeta por una puntilla una jaula con un canario, al que le daba libertad todos los mediodías cuando venía del trabajo, luego, él solito se venía a dormir a su sitio y hasta el día siguiente. Y junto a la basa de la misma un par de macetas de mi madre

 

Teníamos también un gato que vivía con nosotros, pero  cuando nos fuimos de la casa  no aceptó la mudanza y sin decir ni adiós se volvió a  Cañatos, desistiendo mi padre de obligarlo nuevamente por respeto al animal y por lo muy suyos que son ellos en sus cosas.

 

 

A la izquierda del patio y en el centro de la pared estaba la puerta que daba al corral, lugar de uso común para todos los vecinos, como el patio y el pozo. El mismo servía de retrete, para lavar, tender la ropa y siempre había  alguien que tenía alguna gallina o pavo y lo mismo era mi padre aunque yo no lo recuerdo. En la parte del fondo, a la derecha según se entraba había un pequeño cobertizo y además este corral al que yo  recuerdo como la parte más vieja de la casa y un poco mal trecho, tenía un postiguillo que daba a la calle, en un extremo de la fachada y era por donde se sacaba cada no sé cuántos la porquería del  pozo negro o ciego, como se diga y se veía salir casi  constantemente   por el bajo de dicha puertecita, un hilo de agua turbia procedente quizás del constante  lavoteo de ropas de las vecinas.

 

 

Además por la parte de arriba, también tenía su morada  Mercedes “La Paneta”, ella y mi tía Carmela, “Teresa la de los ajos”,  con cuyo hijo Cristóbal guardo muy buena amistad porque me sigo viendo sesenta largos años después de la primera vez. Gloria, Fernando el de la cantarería de Puerta Osuna, “La Rubia…   En general guardo muy buenos y gratos recuerdos de aquella casa y de aquel barrio, no fueron muchos los años que viví  allí,  pero si los suficientes como para sentirme plenamente identificado  con la idiosincrasia de aquella gente que tuve la suerte  de convivir los primeros años de mi vida, nada más y nada menos y que posiblemente no serían muy distintas de las de otro barrio, pero que cañatero nací y orgulloso me siento.
 
No me queda más remedio que amenazar con seguir ¿Qué he de hacer si no?

 

 

 

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