Por cierto, hablábamos de Cañatos…
…Tenía mi casa su típico zaguán, donde sus vigas de
palos de castaño y sus ladrillos tendidos por tablas, techaban la más que
agradable entrada; era cuadrado, espacioso,
grande y como su adintelada puerta, estaba centrado en medio de la
fachada. Servía también de “local comercial” a una anciana vecina llamada
Currita y que con su cajoncito de madera apoyado en la rosca de ladrillos que
daba forma a su sólido rebate, vendía pipas y chucherías. Cincuenta y tantos años después, aún recuerdo con
nitidez su bella y encorvada figura y
los consejos tranquilizadores que
ofrecía frecuentemente la centenaria
mujer a mi madre, tras cualquiera de mis múltiples travesuras.
Rosarillo, no te preocupes por eso,
los niños chicos tan malos, de grandes son los más buenos… a la pobrecita no se le iba de la cabeza el
suyo, al que mataron en la “otra guerra”, según comentaba ella;
en la de Marruecos quería decir.
Tenía un patio central, de
blanqueadas paredes, sencillo de construcción pero siempre limpio y muy
luminoso, el suelo alisado con una capa de cemento, posiblemente echado sobre
la vieja solería empedrada, tenía un pozo en el medio con el brocal de
mampostería blanqueado también como las paredes. Lo utilizaban las vecinas para las necesidades del aseo,
lavado de ropas, riego de plantas y demás menesteres; excepto para beber, que
para ello la cogían de la fuente que existía y sigue existiendo
frente a la casa, o del popularmente
conocido Antonio, que por dos gordas
(veinte céntimos de peseta) te traía un cántaro.
Según se entraba a la derecha, había
un cuartito que ocupaba el hueco de la escalera y poco más, donde vivía
Manuela, que como no tenía niños
(así lo creo pues nunca he recordado
a ninguno) era la que me echaba una
miradita cuando mi madre tenía que hacer los lógicos “mandaos”, “ven que te voy a peinar un poquito…”
y en peinándome, la fiera dominada.
A la derecha del patio y justo
después del cuarto de Manuela, centrada en el hueco que quedaba existía una
columna de mármol con su basa y su capitel sosteniendo dos arcos de medio punto
con apoyo lateral por parte de cada uno
de ellos sobre la pared; esto daba
cobijo bajo techado a un distribuidor,
desde donde partía la escalera
que subía a la planta de arriba y allí
mismo se encontraba la puerta de Lola la
hortelana, contigua a la escalera, ella tenía más espacio y además tenía
una pequeña tienda de hortalizas con una puerta por donde atendía a la
clientela y que daba a la calle Cañaveralejos , como la principal
de la casa, pero más chica, haciendo esquina con la calle Empedrada a donde
tenía ventana.
La puerta de nuestra vivienda, se encontraba
también en ese distribuidor, a la
izquierda pasando los arcos, un cuarto de proporciones medianas tirando a
chico, que mi madre tenía dividido en dos con una cortina de saco, para separar
la zona donde dormíamos los unos y los otros, a un lado mis padres en su cama
con su colchón de “sayos”, bajo la
misma una escupidera y una palangana,
junto a ellos, el retoño último
en una pequeña cuna y al otro lado los demás incluido yo, sobre una especie de
somier apoyado en unas tablas plegables o dos sillas, lo que
vulgarmente se conocía como un camastro o catre
que por las mañanas lo recogía mi madre y por la noche lo montaba, era
cuestión de economizar el espacio, no había más.
En las paredes recuerdo colgadas dos láminas
coloreadas al estilo de la época, enmarcadas cada una de ellas con moldura de
media caña de color caoba acharolado y
fileteado con una filigrana en oro. Eran tan bonitos… uno representaba
al ángel de la guarda que cuidaba de un
niño que con los ojos vendados intentaba
cruzar un paso nivel del tren, a lo lejos se apreciaba la llegada del mismo,
seguido por una niña, que deduzco sería su hermana. Y el otro con una figura
femenina, bellamente vestida con su pamela y adornada de lazos, en un entorno
ajardinado donde además de la variedad
de flores correspondiente, había una escalinata bordeada por balaustrada
y rematada en un clásico pedestal que
sostenía una artística y vistosa maceta,
cargada de flores.
En la pared de la derecha un cómoda de color
oscuro cubierta de mármol de color blanco
veteado en gris. Sobre la misma
una polvera, una barra de labios, un bote de colonia con su perilla para
pulverizar: Madera de Oriente, Tabú o Embrujo de Sevilla, eran de las que estaban de moda y las que traía Basilio, un vendedor muy conocido por
el barrio que provisto de su canasto de
mimbre y la gracia innata de la gente de mi tierra las vendía al por menor, o sea que con un embudito pequeño y con sus
medidas surtía a las mujeres de la cantidad que les venía
bien pagar; un bote de brillantina, un
peine, dos figuritas de porcelana ( que le regaló a mi madre mi bisabuela
Dolores cuando se casó y de las cuales conservo una) . Sobre la misma y colgado
en la pared, un espejo.
En el rincón un cántaro de barro
blanco, el del agua para beber, lugar
escogido por mí para esconder el peine…
El techo como toda la casa, de vigas
de palos y ladrillos tendidos, luego blanqueados y el suelo con ladrillos a la
palma, gastado de tanto uso y de color rojo oscuro, producto de la mezcla del
suyo y del que les ponían las mujeres durante el aljofifado y al que le
agregaban los típicos polvos coloraos.
En la puerta del cuarto ponía mi madre el infiernillo de carbón, con el que apañaba la
comida.
Fuera, en el capitel de la columna, tenía mi
padre sujeta por una puntilla una jaula con un canario, al que le daba libertad
todos los mediodías cuando venía del trabajo, luego, él solito se venía a
dormir a su sitio y hasta el día siguiente. Y junto a la basa de la misma un
par de macetas de mi madre
Teníamos también un gato que vivía
con nosotros, pero cuando nos fuimos de
la casa no aceptó la mudanza y sin decir
ni adiós se volvió
a Cañatos,
desistiendo mi padre de obligarlo nuevamente por respeto al animal y por lo muy
suyos que son ellos en sus cosas.
A la izquierda del patio y en el
centro de la pared estaba la puerta que daba al corral, lugar de uso común para
todos los vecinos, como el patio y el pozo. El mismo servía de retrete, para
lavar, tender la ropa y siempre había
alguien que tenía alguna gallina o pavo y lo mismo era mi padre aunque
yo no lo recuerdo. En la parte del fondo, a la derecha según se entraba había
un pequeño cobertizo y además este corral al que yo recuerdo como la parte más vieja de la casa y
un poco mal trecho, tenía un postiguillo que daba a la calle, en un extremo de
la fachada y era por donde se sacaba cada no sé cuántos la porquería del pozo negro o ciego, como se diga y se veía salir casi constantemente por el bajo de dicha puertecita, un hilo de
agua turbia procedente quizás del constante
lavoteo de ropas de las vecinas.
Además por la parte de arriba,
también tenía su morada Mercedes “La
Paneta”, ella y mi tía Carmela, “Teresa la de los ajos”, con cuyo hijo Cristóbal guardo muy buena
amistad porque me sigo viendo sesenta largos años después de la primera vez. Gloria,
Fernando el de la cantarería de Puerta Osuna, “La Rubia… En general guardo muy buenos y gratos
recuerdos de aquella casa y de aquel barrio, no fueron muchos los años que
viví allí, pero si los suficientes como para sentirme
plenamente identificado con la
idiosincrasia de aquella gente que tuve la suerte de convivir los primeros años de mi vida,
nada más y nada menos y que posiblemente no serían muy distintas de las de otro
barrio, pero que cañatero nací y orgulloso me siento.
No me queda más remedio que amenazar con seguir ¿Qué he de hacer si no?
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